viernes, 25 de marzo de 2016

MIS PINTURAS. IGLESIAS DE ZAMORA III

 
 LA CATEDRAL DESDE EL SOTO
Muchas veces en mi infancia y adolescencia me acerqué a este rincón mágico, solitario y silencioso del soto de San Frontis, de cuya vista yo era el único testigo. Sólo alguna dorada oropéndola, posada en la copa de algún álamo, sobre mi cabeza, me acompañaba con su canto misterioso. Preparaba los bártulos de dibujo y me ponía a copiar lo que tenía delante. Y era nada menos que la Catedral, el templo zamorano por antonomasia, con su torre cuadrada del Salvador y su cimborrio de escamas de piedra. El templo donde moraba el Cristo de las Injurias que todos los Miércoles Santos por la noche desfilaba por las viejas calles de la ciudad del alma tras jurar los cofrades de caperuza roja guardar silencio durante toda la procesión. El templo, en cuya explanada todos los Viernes Santos por la tarde hacían alto todos los pasos de la Cofradía del Santo Entierro (recuerdo con tierna nostalgia la vez que yo desfilé con ellos bajo el hábito de terciopelo negro que me prestó un amigo de la infancia), incluido el Longinos, uno de los pasos preferidos de mi padre, obra del escultor zamorano Ramón Álvarez. Por eso y mucho más repetí en mis dibujos y mis pinturas la vista inconfundible de la Catedral, y ésta tomada desde el soto es una de mis favoritas y también una de las primeras, cuando aún me atrevía a escribir en ella algunos versos.

martes, 22 de marzo de 2016

MIS CUADROS FAVORITOS. LA CURA DE LA DEMENCIA. EL BOSCO


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(1475-1480) Óleo sobre tabla, 48 x 35 cm. Museo del Prado. Madrid

Yo no puedo añadir nada nuevo sobre este mágico y curioso pintor holandés al que se ha llamado entre otras cosas El maestro del Juicio Universal. Por eso me voy a limitar a describir el cuadro que más me hace sentir de Jerónimo Bosco, sin entrar en polémicas con otros observadores que saben sin duda más de él que yo y que repiten una y otra vez que estaba obsesionado con el infierno, la salvación del alma o las herejías y pecados capitales. Yo me conformo con hablar del realismo y el apego a la vida que respiran sus cuadros. Yo no veo las fantasías ni las pesadillas de tantos otros, ni mucho menos la magia negra que dicen que hay detrás de sus cuadros. Vida. Eso es lo que veo en sus pinturas. Vida a raudales. Todos esos seres horribles que pululan por la obra del Bosco, reptiles antropomorfos, artefactos obscenos, gnomos, insectos abominables, utensilios y herramientas con forma de miembros… son metáforas de que se vale el pintor para mostrarnos los miedos, los remordimientos y los viejos fantasmas de la vida de sus contemporáneos.
Ya he dicho que estudios y opiniones sobre el Bosco abundan desde el Renacimiento hasta nuestros días. A un monarca tan serio y religioso como nuestro Felipe II le gustaban sobremanera obras como Los siete pecados capitales, que hasta había mandado colgar en su propia alcoba, El tríptico del heno o El jardín de las delicias. F. de Guevara, en una carta al Rey, le asegura que el Bosco nunca pintó “cosa fuera del natural en su vida, si no fuere en materia de infierno o purgatorio; sus invenciones estribaron en buscar cosas rarísimas, pero naturales.” Y el padre Sigüenza en 1605 nos aclara todavía mejor el secreto de la pintura del Bosco: “La diferencia entre los trabajos de este hombre y los de los demás está,en mi opinión, en que los demás tratan de pintar a los hombres tal como aparecen por fuera, en tanto que él tiene el valor de pintarlos cuales son dentro, en el interior.” Dicho esto, prefiero dejar fuera los apuntes ajenos para indicar lo que a mí me interesa destacar de este pintor que, entre otras cosas, siguió los pasos de su padre en la profesión. Y es que  vivió mejor que él y que, relacionado con la secta de los Homines Intelligentiae, se mostraba convencido de que toda la humanidad está destinada a la salvación, que no existe el infierno y que el bien y el mal dependen de la voluntad divina.
Y sobre todo describir, como he dicho más arriba, el cuadro de mi preferencia, que no es otro que La cura de la demencia, que, dicho sea paso, también era del agrado de Felipe II. Se trata de un círculo que contiene la escena que da nombre a la obra, enmarcada por arriba y por abajo con sendos textos en caracteres góticos que traducidos al español dicen, el superior: “Maestro, saca las piedras (de la locura)”, y el inferior: “Mi nombre es Zarcero castrado, es decir, simplón.” Vamos a la escena en la que aparecen cuatro figuras humanas situadas en medio del campo con un paisaje de tonos verdes pálidos y una población al fondo. Sobre una silla se halla sentado el paciente, un hombre de cabello cano y metido en carnes que con gesto dolorido mira al espectador, mientras el cirujano, de pie y a sus espaldas, le extrae del cráneo con un escalpelo la flor de la locura, un tulipán lacustre que simboliza el dinero (de este modo le extraen al simple, en vez de la enfermedad, es el dinero, dinero representado asimismo por la bolsa que pende del lado derecho de la silla y está atravesada por un puñal). El médico lleva puesto en la cabeza un embudo (el embudo simboliza a su vez la sabiduría que, en este caso a modo de burla, le sirve de sombrero). Con lo cual, la broma hecha al enfermo se duplica en el cirujano. Broma que parece estar presente en todo el cuadro, ya que la monja, tercer personaje situado a la derecha de la escena, se apoya en una mesa en actitud pensativa aguantando con la cabeza un tratado de medicina. Finalmente, la cuarta figura humana, situada en el centro de la escena y vestida totalmente de negro, permanece de pie no sólo siguiendo atentamente la operación del cirujano, sino animando la acción con un gesto de la mano mientras la otra sostiene un recipiente plateado, como esperando recoger en él la flor de la locura.
Lo interesante de la pintura es la aparente seriedad de la operación quirúrgica y de las cuatro personas de la escena, cuando en realidad es la burla, el engaño de que es objeto el paciente bobalicón creyendo que le va a ser extraída del cerebrola piedra de la locura. El tulipán que le extrae el médico, la bolsa de dinero atravesada por un puñal, el recipiente, el embudo, el libro y otros detalles conforman toda una alegoría de la estulticia de la época y de su explotación por quienes constituyen los estamentos superiores, representados por el estado y la iglesia. A ellos habría que añadir la horca y la rueda de tortura, semiocultas en los términos más lejanos del cuadro, símbolos del castigo al que eran sometidos los charlatanes de 1500 considerados como brujos y herejes por las supersticiones populares.

Cerdanyola, 5 de agosto de 2004

jueves, 17 de marzo de 2016

MIS PINTURAS. IGLESIAS DE ZAMORA II

 
SANTA LUCÍA Y SAN CIPRIANO
No sé cuántas veces pasé por esta plaza de Santa Lucía en mis idas y venidas, a los Salesianos primero, y luego al Instituto. Plaza cuya vista se veía enriquecida por la iglesia de su nombre y el campanario de la de San Cipriano. La espadaña de una, con su nido de cigüeña, y la torre cuadrada del templo hermano, siempre estarán juntos en mi memoria. No olvidaré nunca los 13 de diciembre, festividad de Santa Lucía, patrona de los ciegos, en que toda la familia íbamos a su iglesia a venerar las reliquias de la mártir, cuya imagen se representa portando una bandeja con sus ojos. Ni olvidaré la noche de los Jueves Santos de mi infancia en que el Yacente en andas, imponente imagen atribuida a Gregorio Fernández, tras descender por la empinada cuesta de San Cipriano, se detenía en la plaza para cantar el Miserere (de un tiempo a esta parte se hace en la plaza de Viriato). Era un momento único abierto a la meditación y a la fe. En la pintura me  imagino las dos iglesias unidas por cruces aladas y transparentes. Como los recuerdos.

miércoles, 9 de marzo de 2016

MIS PINTURAS. IGLESIAS DE ZAMORA I

SANTIAGO DEL BURGO
Esa lágrima de piedra de la entrada, de la que hablara Claudio Rodríguez en el Tomo I de Zamora en la literatura, del también zamorano de la diáspora Luciano García Lorenzo, siempre me fascinó, especialmente en mis idas y venidas a los Salesianos de los años 50. Lo mismo que el resto de los elementos arquitectónicos del románico templo, las ventanas, los contrafuertes, la torre, el ábside plano, el rosetón de rueda de carro... Por delante de él han cruzado generaciones y generaciones zamoranas (su situación privilegiada en la céntrica calle de Santa Clara así lo favorecía), igual que las procesiones de Semana Santa, que desde el Domingo de Ramos hasta el Domingo de Resurrección lo honran con sus solemnes y entrañables desfiles, sus pasos y sus músicas (¡ay, qué dentro llevamos los zamoranos de siempre la Marcha de Thalberg!). En mi imaginación, he querido dar al templo más libertad de aires y un poco de soledad, situándolo fuera de cualquier rastro urbano, antes de que la próxima Semana Santa le llene de nuevo de multitudes enfervorecidas, de trompetas y tambores, de imágenes de Ramón Álvarez, y broten otra vez las lágrimas de los recuerdos al escuchar el Merlú en Viernes Santo y el inolvidable "Y no tenía jabón pa lavar" de nuestra infancia.

lunes, 7 de marzo de 2016

UN CENTENARIO LITERARIO ESPAÑOL. MERCEDES SALISACHS


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Para cumplir con el debido homenaje a los escritores españoles cuyos centenarios, ya sea de nacimiento, ya sea de defunción, se cumplen este año de 2016, quiero ocuparme ahora de una escritora catalana por quien siento gran admiración y gratitud porque en cierto momento de mi vida creativa fue la persona encargada de entregarme el trofeo que me distinguía como ganador del I Premio de Poesía Deportiva Joan Samaranch, que patrocinaba la Revista Don Balón y su artífice principal Rogelio Rengel. Me refiero a Mercedes Salisachs Roviralta (Barcelona, 1916- 2014), novelista de técnica tradicional (sin que ello signifique ninguna merma a su calidad literaria) y cuyos temas retratan el mundo burgués barcelonés del siglo pasado donde imperaban las convicciones religiosas. Nacida  en el seno de una familia de la alta burguesía catalana, estudió Peritaje Mercantil en la Escuela de Comercio y fue durante un tiempo directora editorial de Plaza y Janés. Enseguida sintió la llamada de la creación literaria siendo su primera novela publicada Primera mañana, última mañana (1955). Un año más tarde obtuvo el Premio de Novela Ciudad de Barcelona con Una mujer llega al pueblo y el Planeta en 1975 con La gangrena (ya dos años antes había sido finalista del mismo premio con Adagio sentimental). En 1983 consiguió con El volumen de la ausencia el Ateneo de Sevilla, en 2004 el Fernando Lara con El último laberinto y con Goodby, España el Premio de Novela Histórica Alfonso X el Sabio. También cultivó el cuento (Feliz Navidad, señor Ballesteros, resultó finalista del premio Hucha de Oro en 1983) y libros de memorias y autobiografías, el más importante para muchos, Derribos: crónicas íntimas de un tiempo saldado (1981).
He aquí un fragmento del Preámbulo del último libro mencionado:
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"Dicen que lo importante en la vida es no detenerse aunque para ello sea preciso abrirse paso a empellones. Sin embargo, es evidente que no resulta posible dejar atrás nuestro pasado. Por mucho que nos esforcemos en olvidarlo, seguirá impreso en nosotros donde quiera que vayamos. Y es que, probablemente, sin ese pasado, con toda su carga humana, ninguna circunstancia actual sería como es, ni tendría el sentido que tiene. La caducidad de las cosas no presupone, necesariamente, que hayan muerto. Sencillamente se han transmutado, pero el origen de nuestra actualidad sigue siendo aquello que "aparentemente ya no está" porque, en el fondo, no ha perdido (ni podrá perder) su calidad de algo real. Por tanto, sólo ateniéndonos al sistema cronológico podemos considerarlo inexistente. De ello me he dado cuenta, sobre todo, al repasar mis libros. Seguramente no habré escrito una sola página sin que, entremezclada a la ficción, se haya colado en ella una fracción de mí misma o de mi acontecer, rescatada de los rezagado. Por supuesto, no se me oculta que "todo aquello" ya no es y que la mayor parte de las situaciones que fueron importantes en su día se han quedado flotando en el vacío, dispersas y pulverizadas. Pero también el polvo, en su vaguedad, despide, a veces, destellos rutilantes: ramalazos de algo perenne que a lo mejor permaneció durante varias décadas en la oscuridad más completa, para reestructurarse y manifestarse cuando menos pudimos imaginarlo."

jueves, 3 de marzo de 2016

MIS CUADROS FAVORITOS. EL HOGAR DE NAZARET, ZURBARÁN

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 1630. Óleo sobre tela 165 x 230 cm.
  Cleveland, Museo de Arte





A mí Zurbarán me inquieta. Decía de él Dalí que cada día nos parecerá más moderno y  con el tiempo representará la figura del genio español. No sé si será cierto. Lo que sí creo es que supo como nadie acercar lo divino a lo humano, y eso se ve no sólo en la mayoría de sus cuadros, sino también en la forma de vida que llevó: por un lado, tan pegada a la propia vitalidad (se casó tres veces y tuvo diez hijos), y, por otro, relacionada a menudo con el retiro y el silencio espirituales (pasó gran parte de su existencia recluido en monasterios pintando temas religiosos y compartiendo con los monjes sus fatigas cotidianas de trabajo y oración.
En su pintura se nota claramente la influencia del claroscuro de Caravaggio.
Quizá por ello muchos de sus cuadros me apasionan, ya sean sus motivos religiosos, profanos o sencillos bodegones (lo de "sencillos" es un decir porque ya sólo el titulado Plato de cidras, cesto de naranjas y taza con rosa es un prodigio de técnica y composición, en el que las frutas y los objetos respiran una especial metafísica retomada de Sánchez Cotán, metafísica lograda por ese misterio de la oscuridad reinante y envolvente del cuadro que hace emerger las frutas con una luz entre intensa y fría).
Pero sin duda el cuadro que me hace sentir más es El hogar de Nazaret, pues contiene a mi juicio todo lo que un apasionado de la pintura puede pedir: figuras humanas, objetos, flores, animales y hasta un trozo de cielo pálido con nubes que navegan a la deriva. Procedamos con orden. El hogar de Nazaret representa una escena cotidiana en un interior modesto habitado por dos figuras familiares: Jesús y su Madre en la casa de Nazaret. Jesús, muy joven, se halla sentado a la izquierda sobre un banco de madera; fija su mirada en las manos, que se han lastimado con la corona de espinas que descansa sobre sus rodillas y que está construyendo para sí mismo; sus cabellos dorados casan con la luz amarilla que nace en el ángulo superior de ese lado, en cuya haz nadan algunos angelitos.
La Madre, situada a la derecha del cuadro, ha dejado su labor de costura para observar pensativa a su amado Hijo, a quien (Ella lo sabe muy bien) le aguarda una terrible muerte: el rojo de su vestido aparece en evidente contraste con el morado suave de la túnica de Jesús.
Entre ambas figuras se alza una mesa  con el tablero ocupado, de izquierda a derecha, por un libro abierto, dos peras y dos libros cerrados. Lo demás es oscuridad, una sombra triangular que deja ver por el vano de la ventana, situada sobre la cabeza de María, un cielo emborrascado (¿sus afligidos pensamientos?).
En cuanto al resto de los objetos, flores y animales que complementan el cuadro, también tienen su significado: el recipiente de barro con agua y los palos de espino que hay a los pies de Jesús están ahí por algo, y la cesta del bordado a los pies de su Madre también; y lo mismo el florero con rosas y otras flores, que pese a seguir con vida han sido cortadas y sacrificadas en plena lozanía; y las dos palomas, que finalmente pueblan con su inmaculada blancura el ángulo inferior derecho, significan el amor y la fidelidad.
Concluyendo, por encima (o por debajo, como se prefiera) de esta escena que nos transporta al pasaje más patético del Nuevo Testamento se halla la escena cotidiana de dos personas de aldea, modestamente ataviados, un hijo y una madre, ambos sorprendidos en una anécdota tierna y entrañable: el joven se ha pinchado un dedo mientras construía una corona de espinas, y su madre lo observa dolorida ante la lesión que acaba de sufrir su hijo. No hace falta comentar más. La pintura de Zurbarán habla por sí misma.
                                                               Cerdanyola del Vallés, 3 de agosto de 2004