Allí, delante de mí había
unas cuantas octavillas más, grapadas y tituladas todas El último otoño de Bécquer. En la primera octavilla figuraban los
autores y las obras de la biblioteca de doña Manuela Monnehay, madrina del
poeta, biblioteca que, a partir de 1847, año en que perdió a su madre y fue recogido
por aquella, frecuentó asiduamente:
.-Chateaubriand: El genio del cristianismo, Memorias
de ultratumba.
.-Hoffmann: Relatos fantásticos
.-Lord Byron: El peregrinaje de Childe Harold, Melodías hebreas.
.- Alfred de Musset: Las noches, Lorenzaccio
.-Víctor Hugo: Nuestra Señora de París, Las
Orientales, Las hojas del otoño, Los
cantos del crepúsculo.
.-Espronceda: Poesías, El estudiante de Salamanca.
.-Lamartine: Meditaciones, Armonías poéticas y religiosas
Etcétera
En otra octavilla se
especificaba dónde había conocido Bécquer a sus amigos.
.- A Narciso Campillo en el Colegio de San
Telmo de Sevilla en 1846. Dice el propio poeta que "con él escribí (con
diez años yo y él con once) un espantable y disparatado drama: Los conjurados,
que nuestros maestros hicieron representar en el Colegio."
.- A Julio Nombela, también en Sevilla, algo
más tarde (concretamente en 1853) "con motivo de publicarme un poema el
periódico local La Aurora, cuyo director, José Luis Nogués, me lo presentó.
Durante aquel año y el siguiente los tres empezamos a planear nuestra marcha a
Madrid en busca de la gloria literaria. Todas las noches nos reuníamos en la
buhardilla de Campillo para leernos lo que habíamos escrito durante el día; e
íbamos guardando en una arqueta de madera los poemas que se aprobaban por
unanimidad."
En realidad, yo había ido
poniendo esas comillas a lo que yo creía que iban a ser en mi relato las
palabras de Bécquer. De hecho, ya había concebido en mi mente parte de la
historia, la cual, se iba a llamar precisamente El último otoño de Bécquer. En virtud de ello, en otra octavilla de
aquellas yo había ensayado el principio de la narración del siguiente modo:
"Bécquer sabía que aquél iba a ser su último otoño, cuando
durante unos cuantos días dio en recordar, no sabía cómo, aquel otro otoño, el
primero, que vino a Madrid, cuando, dejando su natural Sevilla, se trasladó a
la capital de España en busca de la gloria.
Cuando Bécquer llegó a Madrid, era otoño. Hojas muertas caían de
los árboles como sus años, como sus ilusiones. En cuarto otoñal de la calle de
Hortaleza el poeta descansa. Seis reales diarios le cuesta este silencio de
miseria, esta luz hipotecada, este cubo de cinc para lavar sus sueños. Madrid,
como cualquier otro lugar, era una montaña lírica inexpugnable. Las Rimas, como
rocas de Sísifo, rodarían impotentes lágrimas abajo. No encontró un cadáver
ilustre, como Zorrilla, para cantarle versos de campanas. Su corazón de niebla
soñó inútilmente entre los pulmones deshechos por la tisis. El dolorido sentir
de su romanticismo, sus Ofelias perdidas y sus sepultureros quedaron sin papel
junto a la orilla de frágiles proyectos, junto a claustros húmedos y entre
melladas dentaduras de castillos. En otras ciudades, como Soria o Toledo,
perseguirá la gloria de igual modo, la gloria que devendrá rayo de luna o mano
etérea pulsando los misterios de una ojiva. Sólo la paz de una estatua yacente,
a la luz indecisa de una bóveda, le acercó sin miedo hasta el umbral de la
querida muerte. La vida de Bécquer siempre fue una vida rota, una vida de
otoño, como aquel otoño en que llegó a Madrid."
Dos años antes del viaje
a Cataluña nadie habría dado un real por la vida del poeta. La enfermedad
crónica de sus pulmones se le agravó por un virus venéreo que contrajo en una relación
sexual poco clara. Alguna mujer de las Vistillas o Lavapiés que comerciaba con
su cuerpo debió contagiarle una gonorrea tan galopante que a punto estuvo de
llevárselo a la tumba. En los huesos se quedó Gustavo, y él que de por sí
siempre fue delgado y enfermizo, a duras penas salió adelante. Siempre creyó
que sólo la intercesión divina lo había logrado. Por aquel entonces releía
Recuerdos y bellezas de España, del poeta catalán Pablo Piferrer, y había visto
las páginas dedicadas a la Virgen de Montserrat y al agreste paraje donde se
levanta el monasterio dedicado a venerar a la Moreneta. Creyó que igual que
había ejercido su influjo benefactor en otras criaturas humanas, lo había hecho
en su persona librándole de aquellas horribles calenturas que, efecto de tan
vergonzosa enfermedad, a punto estuvieron de acabar con su vida a los 22 años
de edad. Así que, decidió nada más verse de pie y con ganas de vivir, realizar
un viaje a Cataluña para cumplir la promesa que acababa de hacerse a sí mismo
al verse otra vez en el mundo de los vivos. Se lo dijo a unos amigos de Madrid
y de todos ellos, que eran muchos, se apuntaron tres de los más fieles,
Nombela, García Luna y Rodríguez Correa. Ni Campillo ni Ferrán pudieron
acompañarle.
En las dos últimas octavillas
yo había escrito cosas sobre lecturas y óperas favoritas de Bécquer; respecto
de las primeras, cito sólo, por la importancia que tenía para él, el título de
un cuento de Hoffmann que le tenía obsesionado: Las minas de Falún, y respecto de la música que le gustaba más,
había dos óperas por las que sentía verdadera devoción: Lohengrin, de Wágner, y Lucía
de Lammermoor, de Donizetti.