lunes, 27 de enero de 2014

EL SEPULTURERO



Éste es el primero de los juegos teatrales que presento este año. Con el tiempo, presentaré otros. Que aprovechen todos al lector.
















EL SEPULTURERO

El señor Tano, sepulturero y funerario de la ciudad, y un niño
Al otro lado de la reja del cementerio, el cuidador de las tumbas sale de la capilla y riega las macetas que flaquean la puerta. Por fuera un niño se acerca curioso a la reja.
NIÑO.- Usted es el señor de los funerales.
SEPULTURERO.- Dicho así, sí.
NIÑO.- ¿Es también suya la capilla?
SEPULTURERO.- Sí, también es mía.
NIÑO.- ¿Y el cementerio, las tumbas y las lápidas?
SEPULTURERO.- También.
NIÑO.- ¡Qué bien! Así cuando se muera, lo tiene usted todo en su casa.
(Fundido.)

El sepulturero y el contratista
En la calle, el sepulturero se encuentra al contratista, que no puede evitar seguir adelante sin saludarle.
CONTRATISTA.-  (Le tiende la mano.) Hola, Tano. ¿Cómo te va el negocio del Más Allá? Seguro que pones en él todos tus afanes, ¿eh? Debes defenderlo con todas tus fuerzas.
SEPULTURERO.- (Le estrecha la mano tendida.) Claro, es mi modo de vida. ¿Y los suyos, cómo van? Espero que también.
CONTRATISTA.- (Retira su mano sorprendido.) ¡Qué mano tan fría tienes! Me has dejado helada la mía. Seguro que tienes las manos así tras haber embalsamado un cadáver del frigorífico.
SEPULTURERO.- Siempre las tengo así. Es el oficio.
CONTRATISTA.- Claro, claro, cada uno con lo suyo. A ver si ahora encuentro a Pacífico, el pastelero, y me calienta un poco las manos.
(Fundido.)


El sepulturero a solas
En la funeraria, vestido con una bata blanca y rodeado de cadáveres ensabanados, cada uno con una tarjeta con su nombre colgando de la camilla. Mientras camina entre ellos, les va hablando.
SEPULTURERO.- Señora Dolores, señor Bonifacio, señorita Virtudes, señor Cándido…, buenas noches a todos. (Se detiene ante una camilla y retira levemente la sábana que cubre el cadáver.) ¿Cómo está hoy, señora Consuelo? La veo espléndida, mi querida señora. En vida me dirigió usted la palabra. Pasaba siempre por mi lado como si fuera una estatua. (Va por una silla y se sienta al lado de la camilla. Con una lupa recorre el rostro de la mujer.) ¿Se da usted cuenta, señora Consuelo, de la condición sebácea de sus poros? En vida era usted como de cera. Un trastorno de los poros. Aceite, grasa, granos… Una dieta muy rica en grasas, señora Consuelo, ése fue su mal. Y demasiados pasteles, demasiados dulces y demasiados fritos. ¿Se acuerda, señora Consuelo, de que siempre andaba enorgulleciéndose de su cerebro y considerándome menos que un céntimo bajo la planta de sus pies? Y mientras usted dándole sin parar a las limonadas, a los gintónics, a las sodas. Se creyó usted siempre tan superior a todos… Y mire dónde y cómo se ve ahora. Bien, dejemos la charla, que a nada conduce en estos momentos. (Coge el bisturí y lo acerca a la cabeza de la muerta.)  Le haré una operación perfecta, le cortaré el cuello cabelludo en círculo, le alzaré el cráneo y le extraeré el cerebro. ¿Para qué lo quiere ahora, eh, señora Consuelo? A continuación prepararé una mezcla de caramelos de todos los gustos, colores y tamaños, junto con terrones de azúcar y lo embutiré todo dentro de su cráneo vacío. Finalmente, le pondré una tarjetita que diga “Dulces sueños”. ¿Comprende el chiste, señora Consuelo?
(Fundido.)

El sepulturero y la sorpresa
En la funeraria, junto a otro cuerpo ensabanado.
SEPULTURERO.-  Ahora le toca a usted, señor Valentín. Aunque más bien debiera llamarlo Comático o Cataléptico por la cantidad de comas y catalepsias que ha sufrido a lo largo de su aburrida vida. ¡Hay que ver la lata que usted ha dado al médico! Incluso a mí una vez me privó de hacerle lo que le voy a hacer hoy cuando ya le dábamos `por muerto y se le ocurrió la torpe idea de volver a la vida. Pero ahora, por fin… (Retira la sábana hasta dejar  visible el rostro del muerto, que en ese preciso instante entreabre los párpados y mueve una mano bajo la sábana.)  ¡Ay!, ¿qué es esto? (Vuelve a cubrir la cabeza del anciano mientras, llevándose la mano al corazón, se aparta lleno de espanto.)
ANCIANO.- (Se rebulle bajo la sábana.) ¡Eh!, ¡sáqueme de aquí!
SEPULTURERO.- (Se acerca y retira la sábana de nuevo.) ¡Está usted vivo!
ANCIANO. (Abre completamente los ojos.) Claro que estoy vivo. ¡Dios santo, las cosas que aquí he oído brotar de su boca! (Se incorpora.) Aquí, cubierto por esta maldita sábana, he tenido que escuchar las terribles palabras que le dedica a todos estos pobres difuntos condenados a las barbaridades de sus manos. ¡Monstruo de perversidad! (Mueve la otra mano e intenta desembarazarse de la sábana.) En cuanto pueda, saldré de aquí para ir a ver al alcalde, a la policía, a todo el mundo. Y les contaré lo que hace usted aquí, maldito asesino...
SEPULTURERO.-(Le sujeta un brazo.) ¡No será capaz de hacerlo!
ANCIANO.- Claro que lo haré. En cuanto recupere el movimiento de todo mi cuerpo. La ciudad no puede seguir ignorando las terribles iniquidades que ha estado usted cometiendo con los cadáveres. (Hace gesto de querer levantarse.)
SEPULTURERO.- ¡Ni lo intente! (Saca del bolsillo de la bata una jeringa hipodérmica y la clava en el brazo del anciano que está sujetando.) Y ahora menos.
ANCIANO.- (Mira alrededores busca de ayuda.)  ¡Eh, vosotros! ¡Ayudadme! ¡Libradme de este asesino! (Mira a la ventana, a través de la cual se ven las tumbas del vecino cementerio.)  Y los que estáis ahí, bajo las cruces, bajo las lápidas… ¡Escuchadme antes de que me muera y pase a formar parte de vuestro ejército! (Con voz ahogada.) Este infame me ha asesinado. Y vosotros también habéis sido sus víctimas. ¡No lo consintáis por más tiempo! ¡Hacedle pagar sus crímenes! ¡Haced que nadie más sufra sus ignominias! ¡Acabad con él!
SEPULTURERO.- ¡No pueden hacerme nada! ¡No pueden! (Acaba de inocular el contenido de la jeringa en el brazo del anciano. Luego desclava la aguja de la jeringa y la mete en el bolsillo de su bata.) ¡Sé que no pueden!
ANCIANO.- (Cada vez con voz más baja y ahogada.) ¿A qué esperáis para salir de vuestras tumbas y acabar con sus maldades? ¡Acabad de una vez con este asesino! (Solloza.)
SEPULTURERO.- (Sin dejar de sujerle el brazo.) Es usted un necio, señor Valentín. ¿No comprende que se está muriendo y sólo dice tonterías? ¡Vamos! ¡Muérase de una vez, maldito!
ANCIANO.- (En un último esfuerzo.) ¡Todos fuera de las tumbas! ¡Ayudadme!
SEPULTURERO.- (Muda la voz en un tono de súplica.) ¡Por favor, cállese! ¡Se lo suplico! ¡No soporto oírlo más!
ANCIANO.- (En un hilo de voz y una sonrisa en los labios.) Todos han sufrido por usted, asesino. Pero pronto, esta noche tal vez sé que harán algo. (Sale de sus labios un silbido. Cierra los párpados y muere.)
(La luz que quedaba del día se va de la ventana.)
(Fundido.)

Gente del pueblo, el contratista y el niño.
Al día siguiente, en una parte del cementerio, en un claro, al pie de unos cipreses. Cerca, unas tumbas removidas.
CONTRATISTA.- Hemos recorrido el cementerio de punta a punta y no hemos visto rastro del señor Tano por ningún sitio.
CIUDADANO 1.- Hemos mirado en la capilla y en la funeraria y tampoco está allí.
CIUDADANO 2.-Y todo anda revuelto y patas arriba, como si lo hubiera visitado un huracán de repente.
CIUDADANO 3.- Y en cambio, en la ciudad no hemos notado nada. ¡Esto es muy raro!
NIÑO.- (Señalando las lápidas vecinas sacadas de su sitio.) Pero miren eso. Esas viejas lápidas parecen haber sido removidas recientemente..
(Todos se acercan a las lápidas removidas.)
CONTRATISTA. (Mirando a la tierra con sorpresa.) Y aquí hay sangre reciente.
CIUDADANO 1.- (Dando un paso más.) Y aquí más sangre y un rastro en el suelo como de algo que ha sido arrastrado.
NIÑO.- (Adelantándose a todos. Junto a una de las lápidas removidas) ¡Eh, miren esto! Alguien ha escrito con sangre el nombre del señor Tano en esta lápida.
CIUDADANO 2. -(Se acerca a otra lápida.) ¡Y en esta también!
CIUDADANO 3.-(Junto a una tercera lápida.) ¡Aquí también está escrito su nombre!
CONTRATISTA.- (Acercándose al grupo con estupor.) ¡Pero no es posible que esté el señor Tano enterrado bajo todas estas lápidas!
NIÑO.- ¿Por qué no? Los milagros existen.
(Fundido.)
FIN

martes, 21 de enero de 2014

SECRETOS DEL HIDALGO ALONSO QUIJANO





El doctor Cristóbal Suárez de Figueroa, enemigo acérrimo de Cervantes, hizo nacer a Don Quijote en el campo de Calatrava, y allí se llevó el doctor la primera parte del Quijote de Cervantes con la intención de enmendarle la plana y mostrar un Hidalgo que superara en todo al que ya circulaba por España como una persona viva en boca de cultos e iletrados. Una vez instalado en el lugar, Suárez de Figueroa mandó colgar en el zaguán de su casa un letrero con la frase archiconocida de Lope: “De poetas ninguno hay tan malo como Cervantes ni tan necio que alabe a Don Quijote.” Letrero que le valió un desafío a muerte por parte de un hidalgo esmirriado que en aquellas palabras se vio claramente ofendido.
              Precisamente Suárez de Figueroa tomó a este hidalgo, de nombre Jerónimo Merchante Pavón, como modelo para su Quijote y lo situó en el primer capítulo de su obra al modo del de Cervantes, perdido el juicio de tanto leer libros de caballerías, pero con el añadido de dos secretos fundamentales que lo marcaron para siempre, el primero de ellos relacionado con su infancia y con su madre, una mujer intelectual e impaciente. Ésta, llamada Isabel Pavón, le recriminaba a menudo su torpeza con la frase: “Jerónimo, pedazo de tonto, creo que nunca podrás aprender nada serio. ¿Cómo es posible que tu padre y yo hayamos tenido un hijo tan zoquete?” Doña Isabel tenía fama de exigente y severa y cuando se percató de que su vástago era un poco lento en el aprendizaje de las letras y que no mostraba ningún progreso académico, recurrió a un régimen inexorable de palizas diarias esperando con ello inculcar algún conocimiento en su inmadura cabeza, pues deseaba que, cuando regresara su padre don Pablo de la Corte, el zote estuviera en condiciones de manifestar algún adelanto. Pero el joven no lograba dar el mínimo paso hacia la sabiduría. Antes al contrario, empezó, no se sabe muy bien si con intención o sin ella, a manchar sus cuadernos de caligrafía. El pobre chico se quejaba en vano de que su pluma goteaba, porque su meticulosa madre, lejos de atender a sus excusas, acrecentaba los palos con que regalaba las acciones de Jerónimo...” Un día en que Jerónimo había babeado más de la cuenta sobre su tarea de escritura, doña Isabel, en la cumbre de la ira, cogió a su hijo de los pelos y lo arrastró hasta la escalera del sótano, tiró de él hasta el piso húmedo del habitáculo, mientras la cabeza de Jerónimo contaba los escalones uno por uno, y allí abajo remató su faena con una buena tunda de golpes que  llenaron el cuerpo del muchacho de toda la curia cardenalicia. “Sin duda, escribe a propósito Figueroa, aquellas palizas constantes y los golpes sufridos en la cabeza, ablandaron los sesos del muchacho más de la cuenta, preparándole para la absorción sin juicio de los disparates que contaban los libros de caballerías.”
                  El segundo secreto del Hidalgo tiene que ver con el ama y la joven que en el libro de Cervantes es considerada sobrina del enloquecido protagonista. Resulta que don Jerónimo Merchante había mantenido en algunos momentos de su solitaria vida ciertos escarceos amorosos con el ama, de los cuales habría nacido una niña preciosa a quien llamaban Siempreviva. El asunto lo mantuvieron siempre a escondidas ama e hidalgo y, para no despertar sospechas, decidieron inventar una historia, según la cual la chica era hija de un hermano del hidalgo que se había ido a las Indias en busca de fortuna y lo único que allí encontró fue unas fiebres malignas que lo llevaron al sepulcro en unos días, dejando huérfana a una niña, fruto de unos amores con una mulata de La Habana.
               Imaginación no le faltaba al hidalgo, el cual, antes de dedicarse a gastar la herencia de sus padres en comprar libros de caballerías, tuvo el infortunio de caer en las garras engañosas del bachiller Gracián de Saavedra, que, conocedor del poco seso del hidalgo, se presentó un día en casa de este último con la idea de venderle una supuesta carta de Cervantes enviada al virrey de Nápoles donde le pedía recomendaciones para un abogado de Valladolid que llevaba un asunto de amores de una de sus hermanas. Se la vendió casi regalada preparando así la venta futura de otros falsos documentos que le reportaron pingües beneficios: un presunto manuscrito de Quevedo según el cual relacionaba al duque de Osuna con una dama de rumbo de Venecia, una versión nueva de la fábula de los dos ratones de El libro de Buen Amor, un canto de amor inédito de Ausias March, un capítulo del Tirant lo Blanc que Joanot Martorell había desechado, unos tercetos de Dante en castellano dirigidos a Beatriz... El Hidalgo llegó al colmo de la credulidad comprándole una Vida de Jesús de niño escrita por su madre la Virgen María.
                Además de estos datos, Figueroa en el primer capítulo de su obra, enmendó a Cervantes la caracterización de los carismáticos personajes de Dulcinea y Sancho. En primer lugar, a la dama de sus pensamientos la hizo nacer y vivir en Aldea del Rey, con lo cual, en vez de llamarla Dulcinea del Toboso, la llamó Dulcinea del Rey. Figueroa habla así de ella: “Contaba Dulcinea cuando la conoció Jerónimo Merchante alrededor de treinta años y estaba casada con un labrador rico del lugar; era muy hermosa, blanca y delgada como una nube de verano. Su ocupación principal era arreglar la casa, poner la mesa cuando su marido volvía del campo y leer; leía sobre todo libros piadosos y relacionados con la vida doméstica; tenía dos libros de cabecera: uno era La perfecta casada de fray Luis de León y el otro La vida de Santa Teresa contada por ella misma...” Respecto del bueno de Sancho Panza, Suárez de Figueroa decía de él que era un buen amante de la cocina, gran conocedor de yantares y vinos, aunque sus escasos bienes no le permitían darse el gusto de saborear unos y otros como hubiera deseado. Su mujer y sus hijas eran insaciables en la mesa y eso hacía que el hombre de la casa buscara en otras tierras trabajos que le reportaran ingresos proporcionales al consumo alimenticio de quienes dependían de él; y así, pasaba temporadas largas en Andalucía vareando la aceituna o en Valencia recogiendo naranjas y limones. De ahí que, cuando su vecino el hidalgo Jerónimo Merchante, convertido de la noche a la mañana en caballero andante, le propusiera ser su escudero y acompañante en aventuras que les proporcionarían beneficios sin cuento, aunque en su fuero interno pensara que poco podía esperarse de quien los paisanos decían que tenía agua en la mollera, decidió salir con él más pensando en librarse de las obligaciones y responsabilidades familiares que en los bienes que pudiera obtener acompañando a aquel chiflado.
            También habla Figueroa de Rocinante, diciendo que era hijo de un garañón llamado Atila, y una yegua sana y fuerte llamada Brunilda, con lo que había salido el caballo más lozano de cinco leguas a la redonda. “Y así fue al principio, dice Figueroa, hasta que unas hierbas ratoneras que crecían al borde del regato del lugar emponzoñaron las aguas que bebió Rocinante un aciago día en que el paseo fue más largo que los acostumbrados. El animal empezó a adelgazar y a ponerse en los huesos, y parecía que la oscura enfermedad que había invadido sus entrañas iba a terminar con él, cuando el bachiller Gracián de Saavedra intervino a tiempo hablándole de un libro llamado Botánica esotérica, del licenciado Ruiz de Rioseco, el cual contenía preparados y recetas basadas en flores, raíces y hojas de plantas que remediaban las enfermedades más desconocidas, ya fueran padecidas por seres humanos como por animales...” El mismo bachiller le trajo de la Corte el libro citado y, buscando la fórmula adecuada a partir de ojicanto, ortiga y oxalis, prepararon una pócima que suministraron a Rocinante en siete dosis repartidas en otras tantas noches de una misma Semana Santa, como exigía el ritual del libro; el animal encajó con estoicismo humano el tratamiento, al cabo del cual sanó del todo, aunque sin recuperar la belleza anterior ni las arrobas que había perdido, y pese a parecer su cuerpo un conjunto de perchas ambulantes, su andar acompasado y el brillo de sus inteligentes ojos solían arrancar la admiración de cuantos lo veían.
Finalmente, fue el mismo bachiller quien le proporcionó de manera indirecta la armadura y las armas con que, ya caballero andante, y acompañado de su inseparable Sancho Panza, saldría en el capítulo siguiente a desfacer entuertos y a librar de malandrines la intranquila faz de la tierra. Resultó que, al derribar un viejo caserón que había pertenecido a un antepasado suyo para levantar otro en su lugar, el bachiller encontró en una doble cámara hasta doce piezas de una armadura apavonada que se habían conservado impecablemente debido a las perfectas condiciones climáticas que el hueco en cuestión había permitido; entre las piezas no faltaban la celada, la gola, los guardabrazos, el peto, las coderas, los brazales o los guanteletes. Junto a ellas también había una lanza, una espada y un escudo, igualmente bien conservados. La armadura y las armas se las vendió el bachiller por un precio que le pareció al falso caballero andante casi irrisorio, pero que a Gracián de Saavedra le ayudó a pagar los gastos de la escritura de su nueva casa. Además, el bachiller se aprovechó de la sandez del hidalgo, que a todo esto consideraba a Gracián de Saavedra como un amigo de valor incalculable, haciéndole prometer que, con palabras de Suárez de Figueroa, “si en alguna ocasión se encontraba en apuros, pues en las aventuras de los caballeros andantes nunca faltan trances arriesgados, habidos contra gigantes y seres de otro mundo, acudiera a él en busca de ayuda...”
En pocos más detalles se extiende el contenido del primer capítulo de Don Quijote de Calatrava, como los relacionados con las costumbres, los hábitos alimenticios y las aficiones del hidalgo, que eran madrugar mucho y comer frugalmente (las legumbres tenían gran predicamento para él, así como cualquier producto de la huerta servido en frío o guisado de mil maneras; en cuanto a la carne, apenas entraba en su menú, a no ser los torreznos del cerdo y algún palomino los días festivos, y el pescado que nadaba en su plato era el chicharro del Norte, frito y adornado con olivas y pimentón dulce), sin olvidar la caza con galgo, que le atrajo en un principio, o los paseos a caballo por los campos vecinos. Más tarde todas estas buenas costumbres fueron sustituidas por la exclusiva tarea de ampliar y completar su abundante biblioteca, cuyo coste y lectura acabaron de consumir la mayor parte de las reservas económicas de la hacienda, y lo que es peor, lo que quedaba aún de sano en el cerebro de su dueño, que era bien poco, se le consumió del todo.
Asimismo tiene lugar en estas primeras páginas del libro la mínima presentación que hace Suárez de Figueroa del cura del lugar, el licenciado Tomé de Avellaneda, y el barbero, Sebastián Lozano, ambos grandes amigos y aficionados a jugar a las cartas, comer bien y beber mejor, los cuales tan sólo hablan aquí para poner de vuelta y media al protagonista.

martes, 14 de enero de 2014

LUIS CERNUDA Y LA POESÍA DE LA MEDITACIÓN









Releyendo la revista La caña gris, homenaje que unos cuantos poetas y escritores valencianos, entre ellos Francisco Brines, dedicaron a Cernuda un año antes de la muerte del poeta, me fijo en la colaboración de José Ángel Valente (Orense, 1929- Ginebra, 2000), cuyo título es el de la presente entrada.
En dicha colaboración, que comienza lamentando la parquedad con que la crítica ha tratado la obra de Cernuda, Valente arranca su examen del reconocimiento de un doble hecho no señalado: la obra de Cernuda, además de ofrecernos una poesía de inusuada calidad, conlleva una renovación del espíritu y la letra del verso castellano. Y saca a colación lo que Unamuno escribió respecto a la poesía más próxima a él, la de Zorrilla o Núñez de Arce por un lado y el movimiento modernista por otro: “Nuestra poesía española es, en cuanto al fondo, pseudopoesía, huera descripción o elocuencia rimada, y en cuanto a la forma, música de bosquímanos (sic), tamborilesca, machacona, en que el compás mata al ritmo.” Y es que Unamuno buscaba lo que califica una “poesía meditativa”. Y esto es lo que Cernuda aporta a la tradición inmediata, una poesía de la meditación. Sentada así la base de su artículo, Valente afirma que la obra de Cernuda se orienta hacia dos polos: “la sumisión de la palabra al pensamiento poético y el equilibrio entre el lenguaje escrito y el hablado (punto este último tratado por José Hierro en este mismo homenaje)”. En efecto, Cernuda en gran parte de La realidad y el deseo injertó en nuestra tradición elementos de la tradición europea abandonados por nosotros. Y ha sido la incorporación de esos elementos en su poesía de forma natural lo que le ha convertido en un maestro que ha influido entre los escritores de la posguerra y en los más jóvenes.
En Historial de un libro ha hecho constar su deuda contraída con Rimbaud o Mallarmé y analizado su etapa superrealista, anterior a las Invocaciones (1934-35), de cuya época data el descubrimiento de Hölderlin, otro de los poetas que más influyeron en Cernuda. Y respecto de la escritura de Las Nubes (1937-40) y Como quien espera el alba (1941-44), conviene recordar que son contemporáneos de su nueva y dolorosa experiencia de desterrado en Inglaterra a raíz de la guerra civil, y del conocimiento atento de la poesía inglesa. Cernuda dice a propósito: “Aprendí mucho de la poesía inglesa, sin cuya lectura y estudio mis versos serían hoy otra cosa.”
  Volviendo a la poesía meditativa que defendía Unamuno y a la obra poética del rector de Salamanca, Valente afirma que Unamuno representa en la línea de desarrollo de la poesía española “el antecedente más directo y en cierto modo único de determinadas características esenciales de la obra de madurez de Cernuda.” Y es que en la poesía de ambos aparecen elementos de la tradición europea relacionados con “la necesidad imperiosa de someter al ritmo interior del pensamiento poético el brillo pródigo de la genialidad verbal.” Asimismo, la obra de los “metafísicos” o de quienes cultivan la poesía meditativa, cuya característica fundamental es la “mezcla particular de pasión y pensamiento”, línea representada entre otros por Blake, Wordsworth, Hopkins, Dickinson, Yeats, Eliot y Rilke, se identifica con el rasgo central de la obra de madurez de Cernuda.
A continuación Valente afirma que “la unificación de la experiencia es la culminación y virtud última del proceso poético” de Cernuda, y cita estos versos de uno de los poemas de Vivir sin estar viviendo: “Cuando en ella ( en la obra) un momento se unifican, / tal unos son amante, amor y amado, / los tres complementarios luego y antes dispersos: / el deseo, la rosa y la mirada.” ( El subrayado es nuestro.). Va concluyendo el ensayista que la obra de Cernuda posterior a 1937 responde “al movimiento peculiar del poema meditativo”, y a partir de Las Nubes se afirma el sentido de la composición, que es “la capacidad de servidumbre del medio verbal, que no ha de tener ni más ni menos desarrollo que el necesario para que el objeto del poema agote en la forma poética todas sus posibilidades de manifestación o de existencia.”
Y en cuanto al sentido último del proceso creador, Cernuda, al examinar la poesía de San Juan de la Cruz, uno de nuestros más excelentes poetas  meditativos, lo formula diciendo que en el poeta místico la belleza y la pureza literarias coinciden con la belleza y pureza de su espíritu, “resultado de una actitud ética y de una disciplina moral.” Al hablar así, Cernuda revela otro elemento esencial de su poesía: “el subsuelo ético en que se fundamenta su propia meditación poética.” Conclusión final de Valente sobre la obra de madurez de Cernuda: “Por su triple contextura intelectual, estética y moral ha de considerarse esa obra como una de las piezas capitales en el desarrollo contemporáneo de nuestra poesía.”

miércoles, 8 de enero de 2014

FANTASMAS DE BARCELONA


Le toca el turno al segundo libro regalo de estas Navidades, Fantasmas de Barcelona, cuya lectura, entretenida donde las haya y con amplias referencias a la historia más o menos oculta de la ciudad condal, llevo muy avanzada. La autora, Sylvia Lagarda-Mata, lo subtitula Guía histórica de hechos sobrenaturales, que de por sí es un buen gancho para atraer a los presuntos lectores inclinados a estos temas. 
Para favorecer la lectura del volumen, editado por Angle Editorial, Barcelona, 2010, su autora lo ha dividido en 13 itinerarios, como si nos invitara a seguir determinadas rutas donde en otro tiempo hicieron de las suyas magos, fantasmas, espectros y aparecidos de todas las calañas: desde La Rambla maldita (empleo sus propias palabras), hasta La ciudad nueva y la parte alta: fenómenos sobrenaturales, pasando por Los misterios del barrio gótico, Almas en pena en Santa María del Mar, El Poblenou encantado, Los fantasmas rondan por las antiguas rondas o La magiadel barrio del Hospital. Asimismo cada itinerario aparece acompañado de un plano de la ciudad que muestra su recorrido con su correspondiente explicación, detalle que ayuda muchísimo a localizar el fenómeno sobrenatural tratado. Personalmente, he "disfrutado" mucho con algunas historias que siembran aquí y allá de terror y misterio dichos itinerarios, como El fantasma de la Ópera, drama en cuatro actos, Espíritus en las gárgolas, El camino del infierno, La cabeza del general Moragues, La espada mágica, El pozo encantado de Malcús, Misas negras en Santa Catarina o La nave de las Almas, entre muchas otras.
Al final del libro se incluye una considerable bibliografía sobre el tema, por si el lector quiere profundizar en él.
Sin embargo, este contenido apasionante y ameno, que sin duda hará las delicias del aficionado a las historias de fantasmas, como ya adelanté más arriba, y cuyo original apareció en catalán, muestra aquí una traducción llena de descuidos gramaticales imperdonables, como si la autora se haya dado demasiada prisa en traducirla sin volver atrás a releer el castellano resultante (aunque en otros casos, las incorreciones no se deben a la traducción en sí). Sin agotar los ejemplos, muestro aquí algunos: "su siniestra oficio", "ninguna otro lugar" (pág. 61); "y la hija, lejos de arrendarse" (¿arredrarse?, ¿amedrentarse?) (pág. 96); lo de arrendarse se repite en "el hombre no se arrendó" (pág. 105); "¡Quizá es por eso que sigue presentándose!" (pág. 107); "de una estocada rebanó una oreja al miserable sirviente" (pág. 126), "que les permitían fabricaban cuerdas..." (pág. 138); "...muecas y volteretas, a cuál más aterradora" (pág. 141); "jamás vio como se las llevaba" (pág. 145); "...dentro de la mancha de aire (¿fuelle?) que utilizan los herreros" (pág. 147); "cada vez que se instalaba una de nueva sucedía lo mismo" (pág. 157), etcétera.
Pero las leyendas están ahí y la emoción de leerlas y conocer mejor una parte de la historia de Barcelona también.

domingo, 5 de enero de 2014

MICRORRELATOS


Siempre he sentido por el microrrelato una fervorosa  afición. En varias ocasiones he presentado varias muestras en este y otros blogs y concursado con ellos en certámenes nacionales. Esto viene a cuento porque acabo de leer uno de los libros regalos de estas Navidades que tiene que ver con el género: Más por menos, una Antología de microrrelatos hispánicos actuales editada por Ángeles Encinar y Carmen Valcárcel en Sial Narrativa (Madrid, 2011). 
Entre los autores seleccionados figuran nombres conocidos como cultivadores de la minificción y la narrativa más extensa, así como de la poesía algunos de ellos: Jiménez Lozano, Andrés Ibáñez, Eduardo Galeano, Juan Pedro Aparicio, José María Merino, Cristina Peri Rossi, Luis Mateo Díez, Juan José Millás, Ana María Shua, Julia Otxoa, Neus Aguado, Felipe Benítez Reyes, Ángel Zapata, Cristina Grande, David Roas, Óscar Esquivias, Luisa Valenzuela o Andrés Newman, por no hacer la lista excesivamente larga. 
Las muestras abarcan desde poco más de una página hasta tres líneas, y la mayoría de ellas respetan el concepto de microrrelato participante a medias de las teorías que defienden dos autoras presentes en la Antología, Ana María Shua y Luisa Valenzuela. La primera señala como límites de la minificción, al N, el poema en prosa; al S, el chiste; al E, el cuento corto, y al O, el aforismo, la reflexión o la sentencia moral. Y en cuanto a Luisa Valenzuela, defiende la permanencia del impacto con estas líneas: "Un microrrelato puede ser como el agua que se nos escurre entre los dedos. Mejor dicho, es lo que queda: esa humedad y el recuerdo que en ella late como un pasaje hacia lo intuido. Algo se pudo pescar al vuelo, y ese algo ya no está, pero queda en el vuelo."

He aquí un par de muestras del libro:

La primera de la propia Ana María Shua:
"La flecha disparada por la ballesta precisa de Guillermo Tell parte en dos la manzana que está a punto de caer sobre la cabeza de Newton. Eva toma una mitad y le ofrece la otra a su consorte para regocijo de la serpiente. Es así como nunca llega a formularse la ley de la gravedad." 

La segunda, de Andrés Ibáñez: 
"El dragón contempla el mundo desde lo alto de las nubes. El tigre duerme tranquilo a la sombra de una acacia. Un pájaro azul cruza los aires. ¿Es el sueño del dragón que desearía ser capaz de descender a la tierra, o el sueño del tigre, que desearía ser capaz de alcanzar los cielos?"