martes, 25 de marzo de 2014

MEMORIAS DE UN JUBILADO. DE VIAJES EN TREN





DE VIAJES EN TREN

La presencia del tren en mi vida es algo que debo considerar seriamente pues de otro modo me comportaría como un auténtico desagradecido. Los trenes de mi infancia eran de pequeño recorrido pero de grandes emociones. El primero me llevó de Zamora a Medina del Campo, comida a bordo incluida, tortilla española y carne empanada. Recuerdo que mi padre llevaba también una bota de vino y que por primera vez tenté el cuero en alto y me manché de vino la camisa. 
Aunque la forma de viajar en tren sea diferente dependiendo de la comodidad y rapidez del mismo, el fondo siempre es el mismo: la imaginación que vuela paralela al paisaje de allende las ventanillas, el gusto de viajar, de conocer otros mundos, otras gentes, y el placer de compartir un espacio que rueda sobre unos raíles hacia un mismo destino y en un mismo tiempo. Y el cosquilleo interior al partir y al llegar.
A veces los viajes en tren se deben a motivaciones diferentes que van desde la alegría más completa a la tristeza más amarga, como ocurrió en el verano del sesenta y ocho en que una noticia luctuosa acababa de llegar a casa. Un tío mío, hermano de mi madre, tras padecer una enfermedad incurable, estaba agonizando en una habitación del Hospital de La Paz, de Madrid, y se temía que de un momento a otro abandonara este mundo. Y como el único de la familia que estaba disponible era un servidor, tuve que acompañar a mi madre a lo que parecía acabar en el entierro de su hermano pequeño.
Entonces se daba la circunstancia de que mi madre se había quedado viuda dos años antes y la sempiterna guerra que había mantenido siempre con su delicado corazón, se agravó desde entonces con frecuentes ataques que la ponían al borde de la muerte y que sólo el cardiotónico recetado por el médico había logrado aliviarla hasta el momento. Así que provistos de la milagrosa medicina y de todo lo necesario para pasar una noche entera en el tren y el día del entierro en la capital de España, cogimos un convoy nocturno en la Estación del Norte. Durante aquella noche apenas pudimos pegar ojo ninguno de los dos: mi madre, por el disgusto que llevaba encima, y yo, por tener que estar pendiente de que a ella no le diera uno de sus temidos ataques al corazón y de que si le daba ponerle remedio a tiempo. Así que intentaba distraerla con conversaciones que nada tenían que ver con el luctuoso suceso, hablándole de mi novia, del colegio…, pero ella no hacía más que repetir, entre suspiro y suspiro, esta única idea:
--¡Pobre hermano mío! Ahora que ha encontrado un trabajo duradero, ahora que acaba de comprar una casa donde puede reunir a toda su familia y empezar juntos una nueva vida, se muere. ¡Pobre!
 Y mientras escuchaba sus temblorosas palabras, yo palpaba el cardiotónico alojado en mi bolsillo y recordaba a mi tío, moribundo en aquellas horas, en otros momentos agradables de su vida, cuando era Guardia Jurado en Medina del Campo y alguna vez nos iba a visitar a Zamora; recordaba que, todavía niño, me reía hasta no poder más escuchándole sus enrevesados trabalenguas, como el más famoso de todos que decía: “Oiga, compadre Guerra, ¿por qué le pegado usted con la porra de parra a la perra de Parra? Porque si la perra de parra no hubiera mordido al compadre Guerra, el compadre Guerra no hubiera pegado con la porra de parra a la perra de Parra…”
Trabalenguas que, mientras cruzábamos la noche española a bordo de aquel tren para enterrarlo, adquirían una solemnidad tan contundente que me hicieron saltar las lágrimas. Logré que mi madre no las viera y así no aumenté más su tristeza. El tacatá monótono del tren y el olor de carbonilla que de vez en cuando entraba en el compartimento eran una compañía tan efectiva como el cardiotónico que llevaba en el bolsillo.
Amanecía cuando llegamos a la estación de Chamartín. Desayunamos un café con leche y una pasta en el bar y luego salimos a la calle para coger un taxi que nos llevara al centro hospitalario donde mi tío habría muerto ya a aquellas horas.


  


Cuando las motivaciones del viaje son totalmente opuestas, la alegría y la sorpresa nos aguardan a la vuelta de cualquier esquina y con el simple paso de las horas. Como cuando volvimos a Madrid para pasar los primeros días de un otoño inolvidables. A la romántica luz de esa estación del año todo, desde las fachadas hasta el cielo, pasando por los árboles y los tejados y remates de los edificios más emblemáticos de la ciudad, parece recién estrenado. Da gusto pasear bajo esa claridad suave y serena, y las conversaciones de las gentes que se cruzan con nosotros en las aceras y el rodar de los coches por las vecinas calzadas componen la mejor sinfonía de todas, la que canta en el corazón y alumbra el alma. La comida tranquila en un lugar del casco viejo y el posterior paseo por el Retiro para distraer la vista y ayudar a una buena digestión se convierten en dos de los placeres cotidianos ineludibles.
Sean las que sean las motivaciones del viaje, es conveniente acompañarse de un buen libro. Yo siempre lo hago. Sería muy largo y nada propio de este momento hacer una lista de libros, entre sí diferentes, amenos, reflexivos. Pero sí me referiré a uno que se comportó como un buen amigo: La colina de los chopos,  de Juan Ramón Jiménez. Los Aforismos, acompañados por la música monótona del tren, se convertían en la lectura más idónea. “Suelo confundir la mujer desnuda con la muerte” (un escalofrío). “Lo bello da a la vida una ‘eternidad suficiente y verdadera’ que acaba bien con la muerte” (una sorpresa). “Quiero ser, a un tiempo, la flecha y el punto donde se clava… o se pierde” (otro escalofrío). “¡Quién tuviera, con una buena memoria, un buen olvido” (otra sorpresa).
Nos apeamos mi madre y yo del taxi delante de la puerta del Hospital, en una de cuyas habitaciones hacía poco que mi tío Tano había muerto. Según nos dijo su desconsolada  viuda, el triste desenlace había tenido lugar en las primeras horas de la madrugada. El hombre que me había hecho reír más de una vez con simpáticas ocurrencias y divertidos trabalenguas yacía tendido sobre la cama en que había muerto y aún su cuerpo estaba tibio. Yo temía que a mi madre, en cuanto viera a su hermano de aquella guisa, le diera uno de aquellos temibles ataques al corazón. Pero no fue así; al contrario, ante mi sorpresa, ayudó a la viuda a desnudar al muerto y a ponerle la ropa del entierro. Me sorprendió la flexibilidad que aún mantenían los brazos y las piernas del cadáver en un momento en que ayudé a las dos mujeres a meter sus piernas en los pantalones. Acabamos de vestir al muerto y esperamos a que un celador llegara para llevárselo al depósito. En el intervalo se presentó mi primo Tomás, que acababa de llegar en tren desde Valladolid. Los dos bajamos en el montacargas con el celador y el cadáver de nuestro tío hasta la planta fría, mal alumbrada y silenciosa donde se abrían las cámaras de los depósitos. En una de ellas, sobre una plataforma de cemento, el celador dejó el cadáver y se marchó. Oí cómo se alejaba el rodar de la litera. Allí abajo noté con claridad la crueldad impía de la muerte. Pero sólo duró hasta la llegada de las dos mujeres. A mi tía le faltaban los papeles de la funeraria y tuvimos que encargarnos mi primo y yo de resolver el problema. Había que pasar antes por el piso de Entrevías a coger unos documentos y con ellos volver a la agencia funeraria para encargar el féretro. Antes de salir, me acerqué a mi madre y le pregunté si se encontraba bien porque notaba cierto temblor en sus labios. Y como me contestó que estaba bien, que no me preocupara por ella y fuera a arreglar el entierro de Tano, salí del Hospital en compañía de mi primo camino de la primera boca de metro. El tren subterráneo iba a aquellas horas de la mañana atestado de gente y entramos en el vagón como pudimos. Viajábamos sin decirnos nada hasta que mi primo me preguntó por mis hermanos; correspondí a su interés preguntándole por los suyos. La gente, adormilada, apenas hablaba tampoco; así que el murmullo en sordina de los escasos diálogos y el ruido continuo del tren en movimiento componían la única sinfonía de aquella mañana gris y triste.
La zona donde se levantaba el edificio de pisos donde había comprado el suyo mi tío aún aparecía sembrada aquí y allá de cascotes y residuos de las obras. Y cuando abrimos el pìso, se me cayó el alma al suelo al verlo sucio y polvoriento y con varias cajas sin aún desembalar repartidas por varias estancias. Como nos había dicho mi tía, los documentos se encontraban en la cocina, dentro de un tarro de legumbres. Los cogimos y, echando la misma mirada de lástima a lo que dejábamos allí dentro, desanduvimos el recorrido anterior hasta la estación de metro de origen. Allí cruzamos de acera para acercarnos a la funeraria. Arreglamos los trámites y volvimos a los depósitos del Hospital.
Allí, en la cámara donde estaba nuestro querido muerto, me esperaba algo que me temía. Mi madre estaba sentada en un sillón con la cabeza para atrás, las piernas temblorosas, suspirando y poniendo los ojos en blanco, tal y como se ponía cuando le daba uno de sus terribles ataques , mientras mi tía le cogía por las manos e intentaba tranquilizarla susurrando palabras de cariño en su oreja.
--Deja, tía—le dije mientras cogía a mi madre por la nuca y sacaba del bolsillo el cardiotónico--. Tomás, tráeme un vaso de agua, por favor.—Cuando mi primo me lo trajo, eché en él unas gotas del frasco milagroso y lo arrimé a los labios de mi madre, que todavía temblaban lo mismo que sus piernas. A los pocos minutos empezó a calmarse.
A media mañana aparecieron dos empleados de la funeraria con el féretro y de nuevo temí que mi madre sufriera otro ataque. Gracias a Dios no fue así y, cogida del brazo de su cuñada, asistió a la operación rutinaria de los funerarios (descorazonadora para sus familiares) de alojar al cadáver en la caja que lo acompañaría a la tierra. Vi que el cuerpo de mi tío estaba completamente rígido y, antes de que le pusieran la tapa al féretro, me acerqué a besarle la frente, que estaba absolutamente gélida. Una tristeza indescriptible me hizo temblar de pies a cabeza y no pude evitar que se me escaparan dos lágrimas enormes.




¡Qué diferente la sensación de la noche del premio! No cabía en mi cuerpo de lo alegre y satisfecho que estaba de mí mismo en aquella mesa ocupada por personas que la única preocupación que tenían era estar pendiente de que nada nos faltara a mi mujer y a mí. La cena transcurrió entre comentarios que elogiaban la buena comida y la buena literatura. El periodista que estaba sentado frente a mí sacó a colación la opípara y abundante comida que se sirvió en las Bodas de Camacho del Quijote y el vecino, a petición del anterior, recitó La cena, de Baltasar del Alcázar, “En Jaén, donde resido, /vive don Lope de Sosa / y diréte, Inés, la cosa / más brava de él que has oído…” Los aplausos sonaban por doquier con la misma fuerza que las risas. Cualquier tema que se tocara aquella noche de fiesta en la que reinaban la euforia y el rioja era bien venido, y la risa y el buen humor ponían el resto. Y sabedores de mi oficio, pidieron que expresara mi opinión sobre el absentismo escolar, problema que por entonces se había convertido en  galopante. Dije lo que pensaba y era que parte de la culpa la tenían los propios padres de los alumnos, que pasan la mayoría del tiempo fuera de casa y acostumbran a sus hijos a lo que se ha dado en llamar últimamente la técnica de la llave al cuello y la soledad del domicilio. Y con estos ingredientes era fácil ver a los chicos y las chicas en edad escolar desentenderse de sus responsabilidades más cercanas (una de ellas la de no asistir siquiera a las clases) con el único objeto de llamar la atención de sus despistados progenitores. Y acabé confiando en que éstos se den cuenta de su error antes de que sea demasiado tarde. Hubo comentarios de todo tipo, pero la aparente seriedad del tema pasó a segundo término en cuanto los dueños del restaurante levantaron sus copas para brindar por todos los que un día, tras pasar esos años difíciles de la adolescencia, lleguen a escribir relatos como el ganador del premio elogiando la presencia de una buena receta culinaria para hacer mejor la vida.
La fiesta acabó pasada la medianoche, y en un taxi, sin podernos creer lo que estábamos viviendo, regresamos al hotel con el dinero del premio, la cesta con productos alimenticios y la veintena de libros, por un Madrid románticamente iluminado que parecía rendirse a nuestros pies. La vida era un camino de rosas, pese a ser otoño en Madrid.
Nada tenía que ver con lo que vivimos aquel verano del 68  mi madre y yo en aquella misma ciudad que nos mostró su peor cara, la cara de la tristeza y de la muerte. A mi tío Tano lo enterramos en el cementerio de La Almudena, a pleno sol, en una fosa con paredes de ladrillo. Mientras el féretro con los restos de mi tío era descendido por los empleados de la funeraria haciendo rodar las cuerdas entre sus manos, con las mías aguantaba el cuerpo de mi madre que amenazaba derrumbarse de un momento a otro entre espasmos y temblores. Pero gracias a Dios no tuve que recurrir al cardiotónico.
Como el tren de vuelta a Barcelona salía a media tarde, mi madre y yo acompañamos a mi tía al piso de Entrevías que aún no había podido estrenar y, tras comer algunas cosas que compramos en una tienda del barrio, las dos mujeres se acostaron un rato en los colchones que había en una habitación. Yo me senté sobre una caja del comedor y abrí  La colina de los chopos por una página que tenía señalada.  “Estábamos hablando hace un instante: ‘Dentro de 20 años, cuando yo tenía 45…’ Y de pronto, malestar, menos cuerda, una luz y una sombra que huyen, la mano por los ojos: y sin saber cómo nos encontramos diciendo: ‘Hace 20 años, cuando yo tenía 45…’ Y ¿ qué es lo que ha pasado mientras tanto, en ese dudoso, incogible, incomprendido instante? Nada, eso, tiempo.” Ya no pude dormirme, descansar un poco de aquellas horas tan agobiantes y demoledoras. A pesar de mi juventud (hacía poco que había cumplido veinticuatro años), sentí todo el peso del tiempo y de la vida sobre mis espaldas y noté que algo se rompía en mi interior, como si el tapiz de la confianza en la existencia humana se hubiera rajado de repente. No podía quitarme de la cabeza la muerte de mi tío Tano, que, joven aún, había luchado y trabajado solo, a destajo y lejos de los suyos, una mujer y dos niños pequeños, para hacerse con un piso donde empezar una nueva vida todos juntos, y todo se lo había llevado de un soplo el tiempo, la muerte quiero decir, que a veces es lo mismo.








Y había sucedido allí, en Madrid, hacía más de treinta años de este otro viaje, tan diferente, a la misma ciudad para recibir un premio, bajo una luz otoñal y sagrada que lo hacía todo más duradero y feliz. Camino de la estación de Atocha, pensaba en todo eso, en que la vida es un tren que a veces lleva a los viajeros a estaciones oscuras, llenas de presagios y tristezas, pero otras los lleva a estaciones amables, llenas de esperanzas y alegrías. Y al pasar por delante del monumento al viajero, en el Jardín Tropical, justo antes de bajar a los andenes para coger el tren que nos llevaría de vuelta a Barcelona, ante aquellas maletas solitarias, aquel sombrero huérfano, aquel paraguas sin abril, hice posar a mi mujer delante del monumento para habitarlo de vida en mi cámara de fotos. Y también para no olvidar ninguno de aquellos otros viajes, tan separados unos de otros por los años y las razones.

miércoles, 12 de marzo de 2014

LA MURALLA DE ZAMORA Pregón de Semana Santa



                                                      A Lolo y Amalita, amigos siempre.





Desde casa veía sus dientes mellados nada más salir a cualquiera de nuestros tres balcones y mirar hacia el frente, por encima del Puente de Piedra, que, airosamente abría sus 16 arcos apuntados al paso del río y salvaba con tajamares y prevenía con sus correspondientes aliviaderos la embestida impetuosa de sus aguas, que iban camino de los agrestes Arribes y posteriormente morían repetida y mansamente en el amplio estuario de Oporto.
La muralla  se extendía valiente y desafiante, orgullosa de su pasado, hacia la izquierda de la mirada y sostenía, entre otras visiones de piedra histórica y sagrada, las iglesias de San Ildefonso o el Convento de las Marinas, el palacio de Arias Gonzalo, también llamado Casa del Cid, y la Catedral, con sus dos edificios milagrosos: la torre cuadrada, seria, mágica del Salvador, con su juego de ventanas y campanas en disminución de tres a una, y el cimborrio de escamas de piedra, suave y redondo como el pecho de una mujer.

 Precisamente fue una mujer, la reina doña Urraca, quien, al ver a su ciudad sitiada por el ejército de su hermano el ambicioso don Sancho, comandado por Rodrigo Díaz de Vivar, más conocido como el Cid, le recriminó su mala acción recordándole otros tiempos felices en que había sido armado caballero en Santiago, iglesia cercana a la muralla, por la parte más occidental, la perteneciente al Castillo. Recuerdo la emoción y la solemnidad con que nos recitaba el maestro las palabras de la reina de Zamora, dirigidas al Cid, conservadas para siempre en el Romancero, para que nunca las olvidáramos:
“Afuera, afuera, Rodrigo,
el soberbio castellano,
acordarte deberías
de aquel buen tiempo pasado
cuando fuiste caballero
en el altar de Santiago,
cuando el rey fue tu padrino
y tú, Rodrigo, el ahijado;                   
mi padre te dio las armas,
mi madre te dio el caballo,
yo te calcé las espuelas
porque fueras más honrado:
pensé casarme contigo,                               
no lo quiso mi pecado;
te casaste con Jimena,
  hija del conde Lozano:
  con ella hubiste dinero,
 conmigo tendrías estado                   
 porque si la renta es buena,
mucho mejor el estado.
Bien te casaste, Rodrigo,
mejor te hubieras casado;
despreciaste hija de rey                      
  por tomar la de un vasallo.”
 
Jamás las he olvidado, como tampoco la reacción del Cid, que, dolido por las palabras de doña Urraca, se dirigió a sus guerreros de esta manera:
 “-Afuera, afuera los míos,
los de a pie y los de a caballo,             
pues de aquella torre mocha      
una flecha me han tirado.
No traía asta de hierro,
el corazón me ha pasado,
ya ningún remedio siento,                      
sino vivir más penado…”

La muralla de Zamora, algunos de cuyos retazos han sobrevivido a medias a la insensible piqueta municipal, y al tiempo, que no entiende de remodelaciones y planes urbanísticos, sigue rezumando recuerdos de aquel asedio de que fue objeto el Ojito del Duero, nombre primigenio de la ciudad de mi alma. Y cada vez que de niño me acercaba a las almenas que dan al norte, las que limitan con el Castillo y cercan sus jardines perfumados y silenciosos, propios de enamorados y solitarios que buscan la soledad y el sosiego, y mis pasos llegaban finalmente al legendario Portillo de la Traición, cercano a la iglesia de San Isidoro, volvían a mí  las palabras y los versos del maestro referidos al hecho más luctuoso del sitio de Zamora. Aquellos que relatan el modo tan traidor que empleó un gallego afincado en la ciudad llamado Bellido Dolfos para matar al rey don Sancho mientras hacía lo que nadie podía hacer por él.  Y eso que desde las murallas el bueno de Arias Gonzalo, como alcaide de la ciudad, ya había avisado al monarca sitiador sobre el peligro que corría si hacía caso a Bellido:
“Rey don Sancho, rey don Sancho,
no digas que no te aviso
que del cerco de Zamora
un traidor había salido,
llámase Bellido Dolfos,
hijo de Dolfos Bellido,
que si fue traidor su padre,
más traidor será su hijo…”



El caso fue que el traidor tentó al rey, que ya andaba muy preocupado por la tardanza de la ciudad en rendirse a su asedio (a propósito de ello, se hizo célebre el dicho de que “Zamora no se ganó en una hora”),  diciéndole que conocía un sitio por donde entrar en la ciudad y ganarla brevemente. El Rey se dejó engañar y, cuando más distraído estaba haciendo sus necesidades, Bellido Dolfos lo apuñaló por la espalda.
En mi imaginación de niño veía aún en la madera del Portillo el agujero que dejó la lanza del Cid en su persecución del cuerpo de Bellido Dolfos, que acabó refugiándose al otro lado de la puerta. Los agujeros que hay ahora son meras huellas del tiempo, pero la historia sigue dejando sus ecos de lealtad, desafío y sangre. Pues tras esa muerte alevosa del Rey don Sancho a manos del traidor, el castellano Diego Ordóñez, retó a todos los moradores de la ciudad tras tildarlos de traidores con aquellas terribles palabras que aún resuenan en mi memoria:
“Yo vos reto, zamoranos,
por traidores fementidos.
¡Reto a mancebos y viejos,
reto a mujeres y niños,
reto también a los muertos
y a los que no son nacidos!”
A lo que Arias Gonzalo, para vengar tal ultraje, respondió mandando al Campo de la Verdad a sus tres hijos, Fernando, Nuño y Pedro, que encontraron honrosa muerte, si bien este último logró herir, antes de morir, al caballo del orgulloso castellano, que no pudo evitar que el maltrecho corcel, desbocado, lo sacara de los límites del Campo, concluyendo así el deslenguado desafío y dando por vencedores a los zamoranos.
A mitad de la que hoy es la Rúa de los Francos, se encuentra aún en pie lo que queda de la Puerta del Mercadillo, por donde salieron hacia la muerte los tres hijos de Arias Gonzalo; luego sigue la muralla su atropellado camino hacia el este para, una vez pasada la Puerta de San Martín (la fuente continúa manando como antaño su fresca agua), abrirse de nuevo hacia el barrio de San Lázaro por la Puerta de San Bartolomé que los zamoranos conocemos mejor como el Arco de doña Urraca, portillo flanqueado por dos cubos de sillares milagrosamente conservados. Y viendo esta romántica puerta en mi memoria, no puedo evitar recordar la procesión del Lunes Santo por la alta noche que desfila solemne bajo el arco de medio punto y, entrando en la Plaza de la Leña, deja en los fieles espectadores, arrimados en silencio a las fachadas de las casas, reflejada en sus ojos y en su actitud afligida la triste emoción de ver transportado al Cristo de la Buena Muerte a hombros de los cofrades. ¡Ay los Cristos de la Semana Santa zamorana! Ya no dejarán de mostrar su Pasión, Muerte y Resurrección por las calles y plazas más antiguas de Zamora. El día anterior lo había hecho montado en La Borriquita entre palmas y ramos de bienvenida, y sólo unas horas antes de ese mismo Lunes aparecía caído bajo el peso de la cruz, seguido unos metros más atrás por la Virgen de la Amargura, obra y gracia de mi vecino Ramón Abrantes, cabeza y manos dolorosas, sostenida por un miriñaque y vestida de luto riguroso.


Pero, ausente a todo eso, continúa la muralla su recorrido por el Barrio de la Lana (y otras costumbres humanas tan viejas como el mundo), elevándose sobre la carretera de la Circunvalación hasta el extremo oriental de la ciudad bien cercada, hoy sin apenas huellas de la antigua muralla, donde la piqueta la ha cambiado por edificios y plazas modernas y la llamada Ronda de San Torcuato, avenida en arco, prolongada hacia el río por la Avenida de Portugal. A este enorme arco desembocan, entre otras, las dos flechas vivas más importantes de Zamora: las calles de San Torcuato y la de Santa Clara (esta última, paseo y lugar de cita para nuestros amores juveniles). Ambas calles poseían sus respectivas Puertas, especialmente bella la de Santa Clara, también llamada Puerta de San Miguel. 




A la vista del Puente de Hierro, el río, sus azudas, sus verdes islotes y sus aceñas, barcos de piedra que navegan inmóviles, la muralla de Zamora da la vuelta, justo en la Puerta de San Pablo, en su recorrido hacia la Catedral, mirando de nuevo al sur, a mi querido barrio de Cabañales, a aquellos tres balcones de mi casa desde los que yo solía verla desde niño, acompañado muchas veces de mi padre, que me enseñó a ver y conocer la silueta de las iglesias y otros emblemáticos edificios que la acompañan, desde el Seminario o La Horta hasta la Catedral, pasando por Santa Lucía, San Cipriano (templo cercano de lo que queda de la Puerta de San Cebrián), el Colegio del Amor de Dios, adonde iba de pequeño, no sin oír de labios de mi madre la simpática y tierna recomendación, en los días de mucho viento, de que me metiera en los bolsillos piedras para no salir volando al cruzar el Puente de Piedra, colegio donde cambié mis guantes por una pluma con uno de mis condiscípulos; San Ildefonso, Las Marinas o la Casa del Cid, a cuyos pies se abre aún la Puerta Óptima o del Obispo, llamada así por la cercanía del Obispado, o de Olivares, porque conducía al barrio del mismo nombre, de cuyo templo parroquial, San Claudio, salía y sale el famoso Cristo de las Capas, un Cristo del Siglo de Oro, barroco y solemne, muerto y solitario como pocos, que abría las carnes a la fervorosa gente que se agolpaba en la cuesta de Olivares para verlo pasar crucificado en una cruz levantada sobre una calavera y unos cardos, mientras las carracas destempladas y el melancólico bombardino rompían la noche del Miércoles Santo por su corazón más alto. 



Desde la Puerta Óptima, coronada por una almena aislada como el diente de un gigante, se divisa el paso lento y majestuoso del Duero, y al otro lado el macizo verde y fresco del soto de San Frontis, barrio a cuya iglesia parroquial regresa el Martes Santo por la noche el Cristo de San Frontis con la cruz a cuestas, imagen que, momentos antes, justo a la salida del Puente de Piedra, delante de mi plaza de Belén, en la bifurcación de las carreteras de Salamanca y Fermoselle, se despide de la Virgen de la Esperanza, su compañera de recorrido penitencial. 

Y entre Olivares y el soto, volcados en mitad del río, pueden verse aún algunos tajamares del que fuera el Puente de San Atilano, llamado así en honor del obispo de Zamora que un día, inseguro de su mandato, abandonó la sede episcopal por dicho puente y, arrojando al agua su anillo, juró no volver a ocuparse de su grey hasta que su anillo regresara a su dedo. ¡Cuántas veces oí al maestro contar la leyenda de San Atilano y cuántas la he recordado con emoción, especialmente el desenlace de la misma con el regreso triunfal del Obispo, tras encontrar casualmente un día su anillo episcopal en el vientre de un barbo del Duero mientras lo limpiaba para guisarlo! Y es que Zamora, pese a su historia de guerras y asedios constantes, es tierra de milagros y algunos relacionados con el signo de Piscis, como el barbo de San Atilano, que acabamos de ver, o la trucha de Santa María la Nueva, que dio lugar al motín de su mismo nombre, según el cual la gente del pueblo incendió el templo donde se habían reunido unos cuantos nobles provocándoles la muerte, mientras que por una rendija del ábside escapaban del fuego las sagradas formas para refugiarse en un convento vecino. Todo porque a un noble se le antojó una hermosa trucha de un puesto del mercado cuya compra ya había sido concertada por un humilde artesano. 
Pegado al templo románico, con espadaña con nido de cigüeña (la mayoría de las iglesias zamoranas cuentan con su propia familia de cigüeñas), se encuentra el Museo de la Semana Santa, en plaza presidida por el monumento al Barandales, personalidad estelar que sigue abriendo, volteando las campanas que lleva atadas a sus muñecas, gran parte de las procesiones (“Tío Barandales, dales, dales…” / suena en el alma de los chavales, / mientras los pasos pasan solemnes / por las callejas viejas, perennes…). 

 


        A la emoción de niño de ver al Barandales en plena acción, sólo podía compararse la que resultaba de oír sonar la Marcha fúnebre de Thalberg en la procesión de Jesús Nazareno del Viernes Santo por la mañana, y que todos tarareábamos con aquella letra sacada de la orilla del río y de la vieja costumbre de nuestras madres de lavar sobre el tajo: “Y no tenía jabón pa lavar…” 
El Museo contiene la mayoría de los pasos que desfilan durante esas memorables fechas, sin duda las más importantes y turísticas de la ciudad del Duero; de modo que con un mero aunque atento paseo por su interior, el visitante puede admirar las tallas y los pasos más emblemáticos de la Semana Santa, desde la Santa Cruz hasta la Redención, de Benlliure, cuyo rostro de Jesús se refleja en la patena de la cruz que lleva en sus hombros, pasando por el soberbio Caballo de Longinos, de nuestro gran imaginero Ramón Álvarez, de cuyas manos salieron muchos otros grupos escultóricos de la Semana Santa, como el Camino del Calvario (para los zamoranos, el Cinco de Copas, por la distribución de sus cinco figuras sobre la mesa: en el centro, Jesús con la cruz a cuestas, y en las cuatro esquinas, tres soldados romanos y el sayón que porta la cuerda atada al cuello del Nazareno), La Caída, La Crucifixión, la Verónica o la Soledad. Otros pasos del Museo que merecen admiración son: La Oración en el Huerto, el Descendido, primera obra del citado Benlliure (recuerdo con entrañable emoción las palabras de mi padre llamándome la atención acerca del detalle del dedo de la Virgen enredado en el cabello del Hijo muerto) o el estremecedor Santo Entierro, obra del zamorano Aurelio de la Iglesia, discípulo de nuestro gran Ramón Álvarez, quien para ejecutar el Cristo muerto de la Urna se inspiró en el cuerpo de un ahogado en el  Duero.

 


         Y  hablando del Santo Entierro, debo decir que en uno de mis regresos a Zamora, tuve la suerte y el honor, por obra y gracia de mis eternos amigos zamoranos, cuyo entrañable recuerdo  permanece intacto en mi corazón, de vestirme el hábito de terciopelo negro de cofradía del mismo nombre y desfilar como un cofrade más el Viernes Santo por la tarde desde este Museo, donde tiene su origen y final, por las principales calles y plazas de Zamora, acompañando a pasos tan emblemáticos como la Magdalena, el Longinos, el Descendimiento, el Retorno al Sepulcro o el que da nombre a la procesión, y, sobre todo, experimentando la inmensa emoción de observar a través de los orificios de mi capuz a  Zamora y  sus habitantes asomados en las aceras para vernos pasar, y más tarde, en la estación de la Catedral, el rito de tomar una aceitada con los amigos que habían hecho posible esa inolvidable experiencia.

        Y ya es hora de regresar al Cristo de las Capas, Hermandad de Penitencia, que habíamos dejado en la cuesta de Olivares camino de la Catedral y posteriormente de la plaza de Fray Diego de Deza, aquella bendita estatua que sabe más de Zamora que sus gentes más ancianas, junto a la iglesia arciprestal de San Pedro y San Ildefonso, que ese es el nombre completo del templo, llamado así por un lado en honor del santo patrono de la ciudad y por otro en recuerdo de la cercana Puerta de San Pedro, que hoy conserva apenas un pedazo lateral en el arranque de la cuesta de Pizarro; pues bien en la plaza, tras pasar milagrosamente por debajo del arco que hay adosado al mismo templo, la Hermandad de Penitencia rezaba un Via Crucis antes de que el Cristo del Amparo (anónimo del siglo XVI) regresara a su templo de Olivares. 
Unas horas antes otro Crrucificado, éste atribuido a Gaspar Becerra, y al que todos los zamoranos llamamos de las Injurias (la visión de sus ojos entreabiertos por la agonía y la herida de la lanza en el costado manando sangre conmueve al corazón más frío), recorría la ciudad sumida en absoluto silencio después de que los cofrades de la hermandad lo hayan jurado en el atrio de la Catedral ante el señor Obispo. Y a la noche del día siguiente lo hará el Yacente, de Gregorio Fernández, un Cristo muerto echado sobre unas andas que transportan a hombros los hermanos, subiendo y bajando por dos de las cuestas más empinadas de la ciudad: la de San Cipriano, que le llevará a la Plaza de Santa Lucía, y la de Pizarro, que lo conducirá camino de la Catedral, para luego seguir, en uno de los itinerarios más largos de toda la Semana Santa (no en balde es una de las procesiones más sentidas y esperadas por todos los que tienen la suerte de vivir la experiencia en ese momento en Zamora), por calles y plazas antiguas, como la Rúa de los Francos, San Martín, Carniceros, la Reina, Plaza Mayor, Cánovas o de Viriato, donde se cantará el Miserere en medio de un silencio y fervor profundos, y, finalmente, por Barandales, regresará al templo de Santa María la Nueva, en la plaza del mismo nombre, que es su sede habitual.



         Muy cerca los viejos sillares de la muralla se van enfriando por el relente de la noche y dentro de un rato, mientras el río sigue su camino hacia Portugal, acaso sobre el Puente de Piedra, como hacíamos nosotros tras haber presenciado la procesión del Yacente, siempre acompañado de penitentes descalzos que arrastran pesadas cruces de madera y del grave son del tambor, vuelvan las familias a sus casas con el corazón encogido por la tristeza, pero con la firme intención de levantarse temprano para asistir a la procesión del Viernes Santo que saldrá, Dios mediante, de la Iglesia de San Juan de Puerta Nueva, llamada así en recuerdo de la vecina Puerta de la muralla situada en lo alto de la cuesta de Balborraz, de la que hoy no quedan rastros. Procesión que estaría aguada sin el Merlú, seis parejas de congregantes que recorren los cuatro puntos cardinales de la ciudad antes de su salida para reunir a los seis mil hermanos de la cofradía en la puerta de San Juan. Desde mediados de los años noventa puede verse delante de la iglesia un monumento en bronce obra de Pedrero que representa a una pareja del Merlú en plena acción. El Merlú, la marcha fúnebre de Thalberg y las sopas de ajo del alto de las Tres Cruces forman el triunvirato de dicha procesión.



 
       
Toda esta tristeza, todo este dolor acumulados durante la Semana Santa, desaparecerá finalmente el próximo domingo, el de la Resurrección, cuando el último Cristo en desfilar por las calles de Zamora, el Jesús Resucitado de nuestro máximo imaginero Ramón Álvarez, que, saliendo de Santa María de la Horta a las nueve de la mañana, mientras suenan alborozadas todas las campanas de la ciudad y estallan en lo alto del cielo azul miles de cohetes, celebrando así juntos la buena nueva, Jesús avanza triunfante sobre una mesa llena de flores rojas. Porta en la mano izquierda una bandera encarnada y alza la derecha en señal de victoria, y de este modo recorre las calles que besan la muralla y luego sube la cuesta de Pizarro para entrar en la ciudad por San Ildefonso y acudir a la Plaza Mayor, donde tiene lugar su encuentro con la Virgen, que, saliendo a la misma hora de la misma iglesia de la Horta, ha subido la cuesta del Piñedo y recorrido otras calles hasta dar en la Plaza Mayor, donde le espera su Hijo triunfador de la muerte. Asisten juntos a una Misa y luego regresan a su iglesia por la Cuesta de Balborraz. 
 El alma de Ramón Álvarez se asoma un momento a la lápida que indica en una fachada de la cuesta que allí vivió para ver pasar a las dos imágenes, y luego, casi enseguida, a la vez que la ciudad da por terminada la Semana Santa, los más fervientes admiradores de sus tradiciones se mete entre pecho y espalda el plato más significativo del día: el Dos y Pingada… y una Tajada, que no es otra cosa que un par de huevos fritos, dos o tres magras de cerdo y una buena rebanada de hogaza de pan frita con el aceite de los huevos y la tajada de cerdo.

 

        Dentro de un mes en la almendra viva que encierra la muralla de Zamora se repetirá la emoción de su Semana Santa, y por delante de muchos de sus templos románicos, como la Magdalena, en cuyo interior duerme aquella dama en su sepulcro con baldaquín, Santiago el Burgo, con la piedra milagrosa del arco de entrada colgando de los siglos, San Vicente, Santa María la Nueva, Santa María de la Horta, San Ildefonso…; por delante de ellos desfilará otra vez la Pasión de los Cristos y el dolor de las Vírgenes, y aunque yo no pueda verlo,  lo volveré a sentir en lo más hondo del corazón, que allí nunca muere la memoria.