martes, 9 de diciembre de 2014

CABEZA DE TORTILLA (1)



                                                             Para mis nietos Xavi y Martí


Supongo que ya debéis haber imaginado por qué se llama así el principal personaje de estas historias que hoy comienzo a escribir para vosotros. Sí, efectivamente, su cabeza no era como la nuestra: no tenía pelo, ni carne ni hueso; tenía… pues eso: lo que tienen las tortillas: huevos y patatas, nada más; bueno, a decir verdad, aunque era una tortilla su cabeza, Cabeza de Tortilla podía oír y oler y ver y andar y correr y hablar como nosotros, tal y como podréis comprobar enseguida. Y ya que os noto un poco impacientes por oír su historia, me pongo manos a la obra y empiezo por el principio, que es por donde empieza todo.
Cabeza de Tortilla nació una noche de horrible tormenta durante la cual cayeron varios rayos en el cobertizo de la granja del tío Mandarín, un chino muy simpático con fama de brujo entre los chicos del barrio, en el que se almacenaban sin orden ni concierto todo tipo de alimentos, cachivaches y herramientas y aperos de labranza, a saber, canastas con los huevos que habían puesto de día las gallinas, sacos de patatas y otras hortalizas, tinajas de aceite, de agua y de vino, tarros de mermelada de ciruela, melocotón y fresa, botes de conservas de tomates, pimientos, berenjenas y alubias blancas y pintas , cañas cortadas con las que el tío Mandarín andamiaba las plantas de la huerta, azadas, rastrillos, picos y palas, mangueras de regar, regaderas de mano, cubos y poleas desechadas del pozo de la finca, bicicletas viejas que habían pertenecido a sus sobrinos antes de que volvieran con sus padres a su país de extremo oriente, sillas y mesas desvencijadas y un largo etcétera que suprimo para no cansaros demasiado.
El caso es que uno de los rayos que cayeron en el interior del cobertizo lo hizo con tanto poder y fuerza que incendió gran parte de él mezclando en el fuego muchos elementos que allí había. El tío Mandarín que no pudo pegar ojo durante la noche, se levantó asustado al oír un gran trueno que estalló muy cerca de él y ver el resplandor que entraba por la ventana del dormitorio. Aún no había amanecido cuando bajó a ver qué pasaba. El espectáculo que se ofrecía ante él era terrible. Las llamas devoraban rápidamente cuanto se ponía delante y enseguida llegaron al tejado de madera del cobertizo, que deshicieron como si fuera de papel. Vamos, para que os hagáis una idea, el tío Mandarín no pudo hacer nada por apagar el incendio en el que se consumía todo por muchos cubos de agua que echara sobre él, aun a riesgo de perder la propia vida bajo las llamas. Finalmente, agotado y triste, se sentó fuera a esperar a que el fuego se fuera apagando poco a poco para poder entrar en el cobertizo y salvar lo que hubiera quedado sin quemarse.
Amaneció y el fuego se apagó, aunque aún seguía saliendo humo del cobertizo. Entonces el tío Mandarín se decidió a entrar en él, y con lágrimas en los ojos vio el desastre que el rayo había causado en sus pertenencias. Apenas pudo salvar un tercio de lo que había almacenado allí tras muchos años de trabajos y sacrificios. Y cuando ya, después de pasarse toda la mañana recogiendo lo que no había sido devorado por el fuego, se disponía a subir a casa para descansar, oyó un gemido que brotaba de un rincón del cobertizo. Se asustó nuevamente.
--¿Hay alguien ahí?
--Sí. Soy yo—contestó una voz que no sabría definir--. Ayúdeme a salir de aquí. Hay encima de mí una enorme tinaja de aceite que me impide realizar cualquier movimiento.
El tío Mandarín acudió hacia el lugar de donde provenía la voz, pero no vio a ningún ser humano a la vista; sólo la gran tinaja de aceite y debajo un artefacto extraño que no había visto nunca.
--¿Pero qué es esto?—se preguntó sorprendido el chino mientras apartaba la tinaja a un lado y dejaba libre al artilugio.
--Soy yo—contestó éste rodando hacia fuera.
El tío Mandarín no podía creerse lo que estaba viendo. ¿Acaso aquello era producto de una de sus viejas magias realizadas tiempo atrás en el cobertizo? Pero enseguida negó con la cabeza. Aquel extraño artefacto con voz humana había sido sin duda efecto de la tormenta de la noche pasada, del fuego que el extraordinario rayo había causado en el cobertizo. Porque allí, delante de él había una especie de artificio compuesto de varios elementos que reconocía haber tenido en el cobertizo.
Voy a ayudar al tío Mandarín a describir este nuevo ser que se va a convertir en protagonista de la primera historia que os estoy contando; de otro modo no os haríais una idea. Los miembros inferiores eran dos mangos de azadas que remataban en sendas ruedas de bicicleta sin cubierta ni neumático; sólo con la llanta y los radios de hierro. El tronco, dos canastas forradas con sacos y en su interior una bombilla que se encendía y se apagaba rítmicamente, como si fuera un corazón de luz. Los miembros superiores, uno era un pico y el otro una pala, ambos con sus correspondientes mangos de madera. El cuello, varios trozos de cañas, clavados en su extremo inferior a las canastas del tronco y en su extremo superior a una criba de tamaño mediano. Y sobre ella, incrustada en el aro, la cabeza más original que se haya visto nunca: una tortilla de patata. Pero con unos apéndices excepcionales de que suelen carecer las tortillas de patata, a saber, varias narices de melocotón en almíbar en su parte superior, varios ojos de mermelada de ciruela situados estratégicamente alrededor del borde de la tortilla, algunos de los cuales adornados con la virtud de ver en la oscuridad, y varias orejas de mermelada de fresa en la base que tocaba la criba; apéndices que, como podéis suponer, le daban a Cabeza de Tortilla clara superioridad sobre el resto de los seres vivos, que sólo tenemos una nariz que pierde el olfato cuando estamos resfriados y dos orejas y dos ojos que con el tiempo van perdiendo audición y vista.
El tío Mandarín no hizo más que ver unos segundos al mecanismo vivo que tenía delante, cuando, lejos de asustarse, se acercó a él y le dijo:
--Como has nacido en mi cobertizo, no puedo por menos de considerarte algo mío; así que puedes quedarte a vivir conmigo. Y te llamaré Cabeza de Tortilla.
--No me parece mal la segunda parte de tus palabras pues no habría nombre más exacto que el que le has puesto a esto que soy. Pero lo de quedarme a vivir contigo lo veo imposible.
--¿Por qué? Has nacido aquí. ¿Por qué no puedes seguir viviendo aquí. ¿Conmigo?
--No es que no quiera, tío Mandarín. ¿Es que el haber nacido del modo que he nacido no te hace pensar que mi destino es otro que el quedarme quieto en tu granja, sin hacer nada?
--¿Qué quieres decir?
--Simplemente que si alguien, superior a nosotros, mucho más poderoso que los dos, ha querido crearme así en una horrible noche de tormenta, ha sido por algún motivo, para hacerme caballero andante o algo así. Me lo dice esta luz que se enciende y se apaga constantemente en mi pecho. Me lo dicen el pico y la pala de mis manos y las ruedas de bicicleta de mis pies. Y sobre todo me lo dice con toda claridad mi cabeza de tortilla y la criba en la que se engarza. Hay mucha injusticia ahí fuera esperando que yo actúe en defensa de los más débiles. ¿Crees tú, tío Mandarín, que yo sería justo si me quedara aquí en tu granja? Te bastas tú sólo para cultivar la tierra y cuidar de las gallinas. Hasta ahora lo has hecho muy bien. Sigue así y deséame suerte en mis futuras hazañas.
El hombre se quedó sin argumentos para convencer a Cabeza de Tortilla para que se quedara con él ante las palabras lógicas y coherentes del humanitario artefacto.
--Vuelve cuando quieras—dijo al cabo de unos segundos--. Aquí siempre tendrás un sitio donde vivir.
Cabeza de Tortilla le dijo adiós con la mano de pala y salió rodando con las desnudas llantas de las ruedas de sus pies. Poco tiempo después, mientras el tío Mandarín, resignado a su suerte, entraba en casa a prepararse el almuerzo, Cabeza de Tortilla llegaba al claro de un pinar esperando encontrarse con la primera injusticia que reparar en su empresa de adalid defensor de seres desamparados.


Y he aquí que dos urracas, que estaban posadas en la rama de un pino, lo descubrieron desde su natural atalaya. La sorpresa que se llevaron fue mayúscula.
--¿Qué es ese artefacto que acaba de aparecer ahí abajo?—se preguntó una.
--Parece una bicicleta que lleva una tortilla—dijo la otra.
--¡Qué maravilla! ¡Una bicicleta con una tortilla!—exclamaron las dos a la vez tocadas por la misma inspiración poética.
Y soltaron una carcajada de bruja que recorrió lúgubremente el pinar. Cabeza de Tortilla, que oyó con toda claridad la risa nerviosa de las urracas, se dijo en su interior: “Esos seres que se ríen así no son seres indefensos y, por lo tanto, no necesitan de mi ayuda; al contrario, si me quedo aquí por más tiempo, seré yo quien la necesite.” Y siguiendo al pensamiento la acción, salió rodando a toda prisa del claro del pinar.
Pero las dos urracas no estaban dispuestas a dejar escapar una ocasión así para darse un banquete a expensas de Cabeza de Tortilla. Y una dijo:
--Lancémonos en picado sobre esa tortilla rodante.
--Sea, hermana—le contestó la otra abriendo las alas--. Y que nos siente bien el festín.
Y dicho y hecho. Bueno lo del festín, ya hubieran querido dárselo. El hecho sólo fue lanzarse en picado sobre Cabeza de Tortilla. Una de ellas lo máximo que hizo fue rozar con su pico el borde de la tortilla; se quedó con las ganas de probarla y con el cuerpo aplastado contra una piedra del camino, pues la mano pala de nuestro caballero rodante la recibió de tal modo que, en vez de dedicarle un saludo amistoso, la despidió definitivamente. La otra urraca, viendo lo que le había pasado a su hermana, remontó el vuelo y desapareció en lo más frondoso del bosque para contar al resto de las urracas cómo y a manos de quién había muerto su hermana.
 

Mientras tanto, Cabeza de Tortilla, dando gracias al fuego del rayo que lo había hecho así, por un lado frágil y apetitoso para los demás, pero por otro bien preparado para atacar y defenderse, siguió su camino rodante en busca de alguna aventura en la que tuviera que defender a un ser más desvalido que él. Sin embargo, el destino le tenía reservados nuevos contratiempos y enemigos de los que debía seguir defendiéndose, pues al al pasar por las afueras de un pueblo abandonado, fue descubierto por un par de perros famélicos y sin amo que, sorprendidos, exclamaron a la vez:
--¡Qué portento; una bicicleta con alimento!
Y satisfechos de su inspiración poética, pero no del hambre que tenían, lanzaron al aire dos largos aullidos y salieron en persecución de Cabeza de Tortilla sin dejar de ladrar.
--Tú rodéale por la derecha—dijo uno--, que yo lo haré por la izquierda.
--De acuerdo, hermano—contestó el otro--; y así antes de que sus ruedas lleguen al asfalto de la calle mayor, la alcanzaremos y nos comeremos la tortilla que lleva.





Cabeza de Tortilla, alertado por los ladridos de los perros, apretó el rodar de sus ruedas para entrar en el pueblo antes que ellos y de este modo esconderse en algún zaguán que encontrara en su huida. Pero los canes le cerraron el paso justo antes de llegar a la primera casa. Se vio perdido. Aquellos furiosos animales daban grandes saltos y abrían la boca mostrando sus fuertes colmillos. Podría deshacerse de uno de ellos usando su mano pico o su mano pala o las dos a la vez, pero mientras tanto el otro ya le habría hincado el diente en su suculenta cabeza tortilla. A todo esto, una bandada de gorriones, que desde hacía rato habían venido siguiendo el rodar de Cabeza de Tortilla para hacer lo mismo que los canes, no perdían detalle de la escena que ocurría a poca distancia del chopo donde se habían posado. El jefe de la bandada dijo a los demás:
--Si esperamos a que los perros inmovilicen ese artefacto con ruedas, nos quedaremos sin comida. Así que lo mejor es que actuemos y rápido.
--¿Qué hacemos entonces aquí posados?—preguntó otro gorrión.
--Vamos a atacar a los perros—dijo el primero.
--¿A los perros?—preguntó sorprendido un gorrión inexperto.
--Sí, a los perros—asintió el anterior--. Si los atacamos principalmente apuntando a los ojos y a los flancos, enseguida comprenderán que nuestros picotazos pueden dejarlos sin visión y abrir numerosas heridas en sus cuerpos, y saldrán aullando con el rabo entre las patas. Y entonces esa suculenta tortilla quedará a nuestra merced y sin extraños comensales. ¿Estáis de acuerdo con mi plan?
--Todos piaron y agitaron sus alas indicando con ello que aceptaban la estratagema del jefe de la bandada.
--Pues al ataque—gritó éste abandonando el primero la rama del chopo.
Los demás gorriones, hasta un total de veinte, lo imitaron y en segundos habían cubierto volando la distancia que los separaba de lugar donde Cabeza de Tortilla sufría el asedio de los perros y todos empezaron, de manera sistemática y contundente, a lazar picotazos a los ojos y los costados de los sabuesos. Era mucha el hambre que tenían los perros, pero era mucho mayor y peligroso aquel ataque intempestivo de picos que se multiplicaban y turnaban con orden y concierto para clavarse sin piedad en sus párpados y en sus costillas. Los ladridos de alegría del principio se transformaron en aullidos de insoportable dolor. Hasta que, no pudiendo aguantar más el sufrimiento que les producían las heridas que habían abierto en sus carnes los picotazos incansables de los gorriones, optaron por salir huyendo con el rabo entre las patas tal y como había augurado el jefe de la bandada.
Cabeza de Tortilla, al verse libre del acoso de los perros, empezó a dar las gracias a los gorriones con muestras de alegría. Pero enseguida las ocultó cuando se dio cuenta de las verdaderas intenciones de los pájaros, que, revoloteando sobre él, preparaban su ofensiva. Así que, cubriendo su cabeza con sus manos de pico y pala respectivamente, a modo de escudo movedizo, rompió rodar velozmente hacia la calle del pueblo ante la sorpresa de los gorriones, que reaccionaron bastante tarde, cuando ya Cabeza de Tortilla se había refugiado en el oscuro zaguán de una de las primeras casas. Allí no entrarían los gorriones. Y tendría tiempo suficiente de idear una fuga segura. Con la luz de su corazón y algunos de sus ojos, que podían ver en la oscuridad, se hizo una idea bastante clara del lugar donde se encontraba y de la situación que ocupaban las puertas que daban al interior de la vivienda, por si tenía que salir huyendo por una de ellas, y especialmente la de la calle, que era el único sitio que de momento le serviría para salir rodando de nuevo una vez que el exterior, dominado por la amenaza de los gorriones, no indicara ningún peligro para él. Aguardó así el tiempo que le pareció prudente y, cuando de fuera sólo le llegaba silencio y tranquilidad, abandonó su escondrijo. Pero no había hecho más que pisar con sus pies ruedas el asfalto de la calle cuando una pequeña nube de picotazos cayó sobre él. Apenas tuvo tiempo de cubrirse con sus manos de pico y pala antes de que los gorriones le dejaran la cabeza de tortilla agujereada por varios sitios.
Más tarde, tras una larga carrera y lejos ya del lugar del banquete que se habían dado los astutos pájaros a su costa, al abrigo de una iglesia en ruinas, Cabeza de Tortilla repasó los daños sufridos en su cabeza. Dejando aparte los trozos de tortilla que se habían llevado al vuelo los gorriones, gracias a la fortuna, sólo había perdido un par de narices de melocotón en almíbar. Los demás apéndices sensitivos seguían en su sitio. De todos modos, necesitaba urgentemente una reparación antes de que la lluvia y  otras inclemencias del tiempo estropearan más la tortilla de su cabeza. Así que decidió volver a la granja del tío Mandarín para pedirle ayuda y perdón por haberse ido de casa a buscar aventuras sin escuchar sus sabios consejos.
                                                                                   (Continuará)