lunes, 28 de julio de 2014

MEMORIAS DE UN JUBILADO. Una aventura en el metro





Una de las primeras veces que cogí el metro en Barcelona viví la aventura que nunca he olvidado ni quiero olvidar. Yo acababa de llegar a la ciudad condal procedente de una capital de provincias pequeña y tranquila y, de golpe, tenía que coger el metro para ir a la Universidad, donde me había matriculado para estudiar Filosofía y Letras. Mi estación de origen era España y la de mi destino, lógicamente, Universidad. Bien. Yo estaba más contento que unas pascuas porque ese día, lo recuerdo claramente, 9 de octubre de 1964, iniciaba una nueva vida: era un universitario de pies a cabeza y no podía creérmelo; hasta en casa mis padres y mis hermanos bromeaban conmigo solemnizando en extremo el nombre de Primero de Comunes, curso que estaba a punto de estudiar.
Para entonces ya no pensaba en el Instituto de mi ciudad natal ni en las aventuras amorosas que soñaba llevar a cabo con algunas de mis compañeras  de Letras, pero que quedaban en eso, en puros sueños. Instalado en la vida seria y responsable de Barcelona y decidido a hacerme un hombre de provecho entre libros y profesores universitarios, el mundo adolescente de poemas y cartas de amor a lo Bécquer del Instituto, me parecía una etapa insignificante de mi vida al lado de la que acababa de empezar. Si bien todo aquel mundo menor de mi pequeña ciudad provinciana había comenzado a difuminárseme al principio de aquel último año de Preuniversitario, tras anunciar mi padre un día en casa muy serio que íbamos a cambiar de aires en la ciudad condal, adonde ya habían marchado a trabajar mis hermanos mayores. Me pasaba los días pensando en cómo sería mi vida en mi ciudad de adopción y leyendo cuanto caía en mis manos sobre ella, sus costumbres, el mar que la besaba y sus playas de arena dorada, sus magníficos monumentos y sus eventos principales de los que el Nodo solía hablar, sus gentes, su modo de vivir… Y se me llenaba la boca ante mis amigos con su nombre,  Barcelona por aquí, Barcelona por allá, que si en Barcelona se vivía mejor que en Zamora, que si en Barcelona… Y en cuanto a las noches, eran todavía mejores: no había noche en que no soñara que caminaba por Barcelona, viendo y viviendo in situ lo que había leído, visto y escuchado en el Nodo. En mis sueños salía a menudo la Plaza de Cataluña con las palomas alzando el vuelo al paso inocente de los niños que las asustaban en sus carreras y yo andaba entre ellas y notaba en mi cara el aire de sus alas al subir hacia el cielo. Y la Sagrada Familia que crecía a ojos vistas en una torre nueva o en una gárgola o en una ventana por donde yo me asomaba y veía cómo la cola de los visitantes llegaba hasta el mar. Y el museo de Picasso de la calle de Montcada, vacío, y yo apareciendo de entre las sombras de un rincón para acercarme a los cuadros allí expuestos como un espíritu que entraba por unos y salía por otros llevándose adheridos a él fragmentos de vestidos, pétalos, olas, alas de paloma, llamas de velas… A veces me despertaba en medio de la noche y, molesto por quedarme sin el final feliz de alguno de aquellos sueños, cerraba con fuerza los ojos y esperaba impaciente a que el sueño me cogiera de nuevo en sus brazos y me llevara a algún lugar de mi ya querida Barcelona, que podía ser desde los románticos despojos domésticos de los Encantes de las Glorias, al norte de la ciudad, hasta la salvaje playa de Casa Antúnez, abierta al pie del Cementerio de Montjuic, al sur de la misma.
Aquel 1964 de mi vida era el último curso de mi estancia en la ciudad del Duero y, hasta nuestro tan deseado viaje a Barcelona, realizado finalmente, en el verano de ese mismo año, se me hizo enormemente largo, si bien durante las vacaciones de Semana Santa, volvieron a casa mis hermanas mayores  y me llevaron, con sus conversaciones y comentarios sobre Barcelona, renovadas ilusiones. Luego llegó el viaje de fin de curso por media España que me puso los dientes largos al tocar tierra catalana en Tarragona. Cien kilómetros más y…  No sé cómo, con tantas emociones, tantos deseos y tantos motivos de abstracción logré aprobar no sólo el curso Preuniversitario sino también el Examen de Madurez de la Universidad de Salamanca, ciudad a la que nos tuvimos que desplazar para realizarlo.
Y reciente aún la notificación del aprobado, con todo lo necesario para viajar a Barcelona, una madrugada de julio cogimos el tren mis padres, mi hermana pequeña y yo. Confieso que la ilusión que llevaba encima y la emoción que me llenaba completamente el corazón y la mente, hicieron que, de momento no sintiera pena de dejar el barrio del Duero y la compañía de quienes habían sido testigos de mis aventuras en él, así como aquella bendita casa de los tres balcones desde los que veía el puente, la muralla y las entrañables siluetas de las principales iglesias de la ciudad que se desparramaban empinadas sobre las almenas hacia el oeste para culminar en la Casa del Cid y la Catedral, inolvidable estampa compuesta de su torre cuadrada cuajada de misterio y su bello cimborrio, equiparable por su volumen y suavidad de formas a un seno de mujer que desafiaba al cielo; aquel venerable hogar donde había sido tan feliz junto a los míos. La añoranza de todo eso podía esperar.
Aquel viaje en tren, iniciado bajo la poesía de un amanecer anhelado, cargados los cuatro de maletas e ilusiones, nos llevó en un primer trayecto, hasta el nudo ferroviario de Medina del Campo. Aún veo el rostro sonriente de mi padre pasándome la bota de vino que acompañaba las viandas que llevábamos para alimentarnos durante todo el trayecto, trayecto que prometía ser tan largo como lleno de incentivos emocionales. Mi madre y mi hermana pequeña sonreían viendo cómo el vino se me torcía en la boca y se derramaba barbilla abajo hasta pintar de morado el cuello de mi camisa. Reanudado el viaje, los paisajes nos veían pasar y parecían alegrarse con nuestra alegría mientras los oteros bailaban sin agitar sus faldas y las casas de los pueblos corrían a reunirse al pie de su iglesia parroquial como pollitos en torno a su mamá gallina. En algunas estaciones importantes seguían subiendo al tren nuevos viajeros, y en Zaragoza acabaron de llenarse los huecos que aún quedaban en los pasillos y las plataformas. Entonces vivimos en nuestras propias carnes el movimiento imparable de la inmigración. Mi padre decía que aquellos tiempos eran buenos para que la gente joven, con escasas posibilidades de encontrar futuro en su pequeña ciudad de provincias, cambiara de aires en otros lugares donde lo hubiera; y citaba especialmente tres: Madrid, el País Vasco y Barcelona. Y hacia Barcelona íbamos en aquel tren de la ilusión y la esperanza, pese al ruido de maderas y hierro, dolores de espalda y posaderas, humo y carbonilla.
Por fin llegamos a nuestro destino cuando ya la poca luz que le quedaba a la tarde empezaba a dar señales de decaimiento sobre la gran estructura metálica de estilo modernista de la Estación de Francia, y nosotros cuatro estábamos a punto de desfallecer de cansancio. Cansancio que desapareció como por arte de magia ante la vista de mis cuatro hermanos mayores, que nos esperaban en el andén para conducirnos a lo que sería nuestro nuevo hogar en Barcelona.
Es indescriptible lo que sentí cuando pisé por primera vez las calles de la ciudad que ya amaba con todo mi ser. Y la primera, cuyos influjos vivos sentí sobre mi persona fue la avenida del Marqués del Duero (vulgo Paralelo), llena a aquella hora de febril movimiento de coches, bocinas y ruidos de todas clases que ahogaban las voces de los transeúntes, que bajaban y subían por ambas aceras o aguardaban a que los semáforos encendieran sus luces verdes para cruzar la magnífica arteria viaria. Arteria habitada animosamente por cines, cafés, teatros, restaurantes, que a nuestro paso iban encendiendo sus luces de neón como si fueran versos que se iban añadiendo al gran poema vivo de la avenida.
Y ahora vuelvo a aquel día de la aventura en el metro, cuando caminaba hacia él por la avenida del Marqués del Duero aquel día de octubre en que empezaban las clases de la Universidad. La lluvia, que había dado una tregua a la ciudad, empezó a caer de nuevo, y, al llegar a la boca del metro de España, estaba hecho una sopa. Pero ¿qué era aquella lluvia, propia de la estación en que nos encontrábamos todos los barceloneses, frente a la hermosa ilusión que estaba viviendo yo, sólo yo, un flamante universitario que iba a encontrarse con su destino? Así que, decidido, bajé la escalera de la estación y al momento me sentí arrastrado por un río de gente en un corredor lleno de letreros indicadores y bocas de otros pasillos por donde entraban y salían viajeros sin cesar. Instantáneamente, comprendí que me había convertido en un nuevo Teseo en medio de un laberinto vivo, trepidante y aventurero y que, si no me espabilaba pronto, acabaría perdido en alguna de las innumerables estaciones con que contaba la red metropolitana y cuyos nombres nada me decían, salvo las cuatro que había aprendido de memoria: España, Rocafort, Urgel y Universidad.
Y, casi sin darme cuenta, me vi dentro del vagón del metro, con docenas de personas que, como yo, se dirigían a su punto de destino. Llegó la primera parada y, entre la nube de cabezas que me acompañaban, pude leer el letrero de la estación: Hostafranchs. Me puse a pensar alocadamente hasta poder concluir que aquélla no era ninguna de las mías. Y caí en las redes de los nervios. Me hallaba en medio del vagón y reaccioné como pude abriéndome paso entre disculpas y perdones en dirección a la puerta. Pero me quedé a medio camino, absolutamente desolado y viendo cómo la puerta volvía a cerrarse y el tren continuar su marcha inexorable. Debía hacer algo y rápido. Evidentemente me había subido en un tren que iba en dirección contraria a la mía; así que decidí apearme en la siguiente estación y allí encontrar la solución a mi problema. De modo que en Sants abandoné el vagón junto con otros viajeros, que siguieron su camino hacia la salida. Y allí me quedé, en medio del andén, mirando a un lado y a otro, en busca de algún letrero o, mejor todavía, alguna persona que me ayudara a encontrar la vía contraria.
Ahora sé que aquel era mi día de suerte pese a todo lo que estaba ocurriéndome, porque en pocos segundos por la escalera descendió una chica aproximadamente de mi edad que, al pisar el andén, vino resuelta a mi encuentro. Debí de parecerle la persona más desvalida del mundo porque enseguida me miró a los ojos para preguntarme si me había perdido. Era una joven de gestos seguros y de una belleza serena, con ojos color de oliva y una melena negra que le llegaba a mitad de la espalda. Le respondí asintiendo con la cabeza porque no logré articular palabra alguna. Al fin pude decirle, aunque sin poder evitar los titubeos, que quería ir a Universidad y no sabía cómo hacerlo. No sólo me tranquilizó con una sonrisa celestial, sino que, haciendo de providencial Ariadna, me sacó de aquel laberinto primero acompañándome escaleras arriba hasta el vestíbulo de la estación y luego situándome al pie de la escalera por la que se accedía al andén dirección Fabra y Puig.
 En aquel momento no me arrepentí de no haber usado más aquel modo de viajar por Barcelona a través de su claustrofóbico vientre, en la larga y solitaria oscuridad de los túneles, cuando la belleza de la ciudad está en la claridad que baña su rica superficie. A veces, cuando pasaba por la boca de un metro y veía aparecer a la gente por ella, no sé por qué se me despertaba un sentimiento de piedad hacia aquellas personas que parecían provenir aliviados de un mundo desconocido y lleno de sobresaltos. Prefería desplazarme a pie en los trayectos cortos para que no se me escapara nada, y cuando el desplazamiento era considerablemente mayor, tomaba el tranvía, que me permitía la doble ventaja de viajar cómodamente y admirar la belleza variada de sus bulevares, edificios y monumentos.
Y volviendo a mi Ariadna particular, no fue ésa, la de mi pérdida en el metro, la única vez que la vi. Y ahí reside el meollo de mi aventura, porque algunos días después, un domingo por la mañana, volví a encontrarla en el Mercadillo de los Libros de San Antonio. Esta vez fue ella quien me descubrió buscando algunos libros de poesía de la colección Laurel que había iniciado hacía poco. Al verla de nuevo, me olvidé de los libros y me quedé mirando como un tonto sus ojos color de oliva. Nos reímos. Luego, por romper el hielo, le pregunté qué libro estaba buscando. Me dijo que uno, que cualquier novela de Jane Austen. Yo acababa de ver Emma en otro puesto de Mercadillo y me alegré de poderla ayudar. Le dije que la acompañaría hasta el lugar donde había visto la novela de Austen. Volvimos a reírnos mientras nos encaminábamos hacia el puesto. Pero ella, a medio camino, me dijo que prefería tomar juntos un vermut en el bar de la esquina. Y acabamos sentados en la terraza del bar. La gente subía y bajaba por delante de nosotros, sin que le prestáramos la menor atención. Entre nuevas risas recordamos los dos nuestro encuentro en el andén del metro de días atrás. y acabamos saliendo juntos al domingo siguiente. Y hasta hoy. Han pasado cincuenta años. Y seguimos casados.  Pero eso es otra historia.

lunes, 7 de julio de 2014

MEMORIAS DE UN JUBILADO. MI BAUTIZO COMO PROFESOR












Todo sucedió a principios de los años sesenta del siglo pasado. Mi hermano mayor, a la sazón maestro de enseñanza, abrió una escuela cerca de casa adonde acudieron muchos chicos de los barrios vecinos. Su fama de educador tolerante y eficaz se extendió por los pueblos del sur de la provincia, y uno de aquellos fríos diciembres se acercó a casa un labrador del Cubo del Vino para contratar durante las vacaciones de Navidad y Año Nuevo a mi hermano para que enseñara las primeras letras a su primogénito, que apenas sabía leer. Y aunque mi hermano declinó la oferta, a cambio le habló al labrador de mí y de mis estudios en el Instituto y de mi capacidad para llevar a cabo la difícil tarea de enseñar a leer y escribir a su hijo mayor. Y así fue como me vi haciendo de profesor durante unas vacaciones de Navidad y Año Nuevo en una dehesa perdida en medio del campo, casi en los límites de las provincias de Zamora y Salamanca. 
El viaje ya fue de película. Mi padre me llevó hasta una casa del Cubo del Vino  adonde me iría a buscar el labrador. Noche cerrada. Llovía. El medio de transporte era un caballo. Me monté a horcajadas a espaldas del labrador, que lo montaba. Despedidas bajo la lluvia. Una manta me cubrió mientras me aconsejaba el jinete agarrarme a su cintura. Y galopando en la oscuridad y sintiendo sobre la manta que me tapaba las gotas de la lluvia, el trayecto se me hizo larguísimo. Finalmente, el caballo se detuvo relinchando. Piafó sobre un suelo de guijarros. Luego una luz escasa y unas voces invitándome a entrar en una caliente cocina de casa de labranza, amplia aunque débilmente iluminada por un candil de carburo colgado de la pared y las llamas que bailaban en el fuego de tierra que se abría en un rincón. El labrador, antes de llevar la caballería al establo, me presentó a las personas que allí había: una mujer de negro, que era el ama de casa, un chico que debía de tener parecida edad a la mía y otro joven de mayor edad, que lanzando a mi encuentro su mano para que yo la estrechara me dijo: “Me llamo Manolo Carnicero y soy desde hoy tu alumno.” 
Un sinfín de emociones vino a mi encuentro aquella noche. Cenamos algunos torreznos asados al fuego, trozos de queso que nadaban en el aceite de unas orzas de barro, pan de pueblo y vino de cosecha propia. Mientras cenábamos programamos el plan que seguiríamos Manolo y yo en lo referente a las clases de escritura y lectura a partir de la mañana siguiente. De día no haríamos nada porque él y su padre tendrían que seguir dedicados a las labores del campo y del ganado. Las clases tendrían lugar al caer de la tarde y tras volver de las tierras cuando la luz del sol hubiese desaparecido del todo. Todo ese tiempo libre lo ocupaba yo explorando con el hijo pequeño las dependencias de la dehesa, llevando a la pequeña manada de caballos hasta una laguna cercana para que les diera el aire y abrevaran todo el agua que quisieran o recorriendo los alrededores de la dehesa, constituidos en su mayor parte por montes salvajes, viñas y bosques de encinas y castaños, así como por una red de caminos que llevaban a otras dehesas o a pequeños pueblos perdidos en aquella comarca. 
La casa de la dehesa de mi alumno tenía dos plantas: en la baja, además de la cocina, que era el lugar donde pasaba la familia la mayor parte de su vida, se encontraban los establos y las cuadras de los animales, a los que se llegaba a través de un largo pasillo oscuro. Si se quería acceder a ellos durante la noche, se usaba un candil de carburo como el que había colgado en la cocina; había ganchos en los muros de las cuadras para poder descansar en ellos los candiles, que eran unos cilindros de metal con un pequeño caño, una manecilla para graduar la fuerza de la iluminación y un asa para llevarlos de la mano. Los establos comunicaban, por la parte trasera, a un corral donde salían de día las gallinas y en el que podían verse aquí y allá algunos aperos de labranza, una tartana con las varas en alto ocupando un pequeño cobertizo y, cerca de la vivienda, un pozo con su brocal, su polea y su cubo de cinc correspondiente, con el que se sacaba el agua que necesitaba la familia para sus menesteres más urgentes. El corral tenía también una puerta que daba al monte y que sólo se abría para sacar y meter los caballos. También en la planta baja y en un nivel algo inferior al de la cocina se hallaba la bodega, a la que se accedía por una puerta que había en la cocina y unos peldaños de piedra. En la planta alta de la vivienda estaban las habitaciones y las cámaras donde se conservaban los frutos que la familia lograba arrancarle a la tierra en las variadas estaciones del año. También en las paredes de dichas estancias existían los ganchos para los candiles; así yo, cada noche, cuando subía a la alcoba que me habían asignado, lo hacía valiéndome de un candil de carburo cuya viveza de luz agrandaba con la manecilla cuando la oscuridad de los rincones de la escalera me lo exigía.
Las clases empezaban por la tarde noche cuando Manolo, aseado tras la vuelta de las labores del campo, se sentaba a la mesa de la cocina cercana a la luz del carburo y a la que despedían bailando las llamas del hogar. En una libreta que tenía fui escribiendo las letras del abecedario, primero las mayúsculas y después las minúsculas, en el encabezamiento de cada página, para que él las copiara debajo. Cuando había acabado de copiarlas, me las leía en voz alta. En otras sesiones de trabajo se dedicaba a copiar su nombre y sus apellidos durante varias páginas, así como los de su madre, su padre y su hermano. Hasta que le escribí los nombres de los miembros de su familia y el suyo, mezclados con otros, y le pedí que me rodeara con el lápiz los primeros y me los leyera en voz alta. Más de una semana estuvimos Manolo y yo dándoles a esas copias y a su lectura, labor que alternábamos con la identificación de letras y palabras en un libro de cuentos de Amicis, de letra grande, que tenía su madre en la alacena junto con un viejo breviario de oraciones que debió de pertenecer a algún antecesor de la familia. Hasta que mi alumno logró escribir el solo, sin ayuda mía y con letra regular la frase que me dijo nada más llegar yo aquella noche de lluvia a su casa: “Me llamo Manolo Carnicero y soy desde hoy tu alumno.”
En aquella casa aislada y silenciosa, donde no había ni electricidad ni agua corriente pasé unas navidades de las más felices de mi vida aunque, eso sí, noté en más de una ocasión la ausencia de los míos. Por primera vez me sentí útil aunque no dejaba de ser todavía un crío. Un crío que aprendió a montar a caballo pese al dolor de la rabadilla que me duró meses causado por el roce con el espinazo del animal, y un crío que cogió una borrachera de espanto acompañado por el hermano pequeño de Manolo tras probar todos los vinos de las cubas de la bodega. 
Pero también se me grabó en el alma la noche de la Misa del Gallo en que acompañado de toda la familia bajamos a la iglesia del pueblo más cercano, El Maderal. Los cascos del caballo que tiraba de la tartana patinaban en las piedras de la calle cubiertas de escarcha. El templo, iluminado con velas, estaba lleno de pueblerinos engalanados esperando a que comenzara la Misa.  Son chispazos de recuerdos.