jueves, 26 de junio de 2014

MEMORIAS DE UN JUBILADO. RECORDANDO A ANA MARÍA MATUTE





Ayer miércoles 25 de junio me enteré con tristeza de que Ana María Matute, que había nacido hace 88 años en Barcelona, había cerrado definitivamente el cuento fantástico de su vida. Matia, la niña protagonista de su Primera memoria (Premio Nadal, 1959), se ha escapado unos instantes de entre sus páginas de mar y luz para darle un beso de gratitud a su creadora, una niña que no creció nunca y, a cambio, escribiendo sobre la infancia y el entusiasmo de vivir, ganó todos los premios.
Gracias a que fue alumno mío su sobrino David en aquel colegio del Vallés de cuyo nombre no quiero acordarme, pude disfrutar de la inmensa suerte de conocerla personalmente y haber hablado con ella en su piso de la calle de Provenza de Barcelona unas horas de una tarde de verano que no podré olvidar nunca. Recuerdo que bebimos sendos vasos de whisky a palo seco y la escritora se excusó angelicalmente de que no tuviera entonces a mano unos frutos secos para ayudar a tragar el fuego líquido.
Yo acababa de regalarle por medio de su sobrino mi Agua vivida (1979) poemario que habla con abierta ternura de mi adolescencia en Zamora y de los recuerdos que me inspiraron aquellos años, y ella me correspondió regalándome la novela citada más arriba. Leí Primera memoria en poco más de un día y de su lectura nació un pequeño poema dedicado a retratar a Matia como una figuración de la fantasía infantil, capaz de olvidar casi por completo los horrores de la guerra civil que se viven en la península para refugiarse en la belleza que el mar y la luz de la isla de Mallorca y sus pequeñas costumbres le ofrecían.
Como me daba al principio vergüenza de enviarle los versos, no lo hice hasta más tarde. En contra de lo que me temía, le  gustaron tanto que me hizo llegar, siempre por medio de su sobrino David, su dirección y su teléfono por si quería hablar con ella un rato en su casa de libros y lugares que permanecen siempre en nuestra mente de niños. ¡Hablar con Ana María Matute, una de nuestras mejores novelistas del siglo XX, era para mí más de lo que hubiera podido soñar! Podía hablar en persona con la novelista que poseía los mejores premios del género (además del citado, el Planeta con Pequeño teatro, el Nacional de Narrativa con Los hijos muertos, el Fastenrath de la Real Academia Española con Los soldados lloran de noche, el Nacional de la Letras Españolas, el Miguel de Cervantes…).
Nervioso como un flan al fin me decidí una tarde a llamarla por teléfono. Una voz delgada y tímida, casi rota, sonó al otro lado: “Sí, dígame…” Me quedé cortado; luego dije: “¿Hablo con la novelista Ana María Matute?” La misma voz que antes me respondió con otra pregunta: “¿Quién quiere hablar con Ana María Matute?” Me armé de valor y dije mi nombre añadiendo que era el profesor de su sobrino David. De pronto la voz anterior cambió radicalmente; era una voz segura, abierta, llena de decisión. “Usted perdone por la voz de antes; siempre contesto así para evitar atender a todos los que me llaman para hacerme entrevistas o pedirme libros.” Buen ardid contra los pelmazos. La cuestión es que una tarde de verano conocí personalmente a la escritora de posguerra con más fantasía y lirismo cuyo lema principal es “quien no inventa no vive” y que me regaló una buena cantidad de novelas dedicadas.
Su sana generosidad me desbordó y su manera peculiar de concebir la novela me hizo creer que sólo se abre camino en el mundo de las letras quien cree que en la infancia está la primera y única memoria y en sus escritos trabaja el lenguaje con exquisita elegancia y emocionante lirismo.

viernes, 6 de junio de 2014

VENCER EL INSOMNIO (II)










El Pinar es una población de la  Costa Dorada situado a pocos kilómetros al sur de Tarragona. En él se levanta, cercano a la playa, el complejo turístico Marestío, lleno de encanto y tranquilidad, con un hotel cuatro estrellas al que no le falta ninguna prestación de alto servicio, sin contar los mármoles, las estatuas, los grandes espejos, las columnas, los cuadros y un sin fin de detalles que recrean la vista del huésped y hacen más apacible su estancia. Jardines para pasear sin agobios, con arrayanes, palmeras, plátanos y otras plantas que forman rincones románticos donde no faltan  bancos oportunos, grupos escultóricos y combinaciones acertadas de anclas y tinajas, por ejemplo. Campos de tenis y squash en los que se puede practicar deporte que exigen esfuerzo y sudor. Sin olvidar un SPA muy completo donde el huésped tiene la oportunidad de templarse los músculos con la caricia sabia de las aguas termales antes de irse a descansar.
Son las doce y media cuando Sebastián Celada aparca su coche junto a la entrada de Marestío. Hace días vio en Internet el anuncio del complejo turístico y, recordando algo puramente sentimental relacionado con un tiempo pasado que sin duda había sido mejor, y deseoso de encontrar unos días de descanso, reservó una estancia de seis días en él, sin esperar demasiado a que allí fuera a hallar solución a su problema: el insomnio.
Mucho antes de que se jubilara, ya padecía la enfermedad, y rara era la semana que no hubiera al menos un día en que no llegará a clase hecho unos zorros, después de haber pasado la noche en vela. Y cuando le llegó la hora de jubilarse, pensó el muy ingenuo que el insomnio iba a desaparecer de la noche a la mañana sólo con encontrarse de pleno en una nueva vida sin responsabilidades profesionales y sin reloj. Pero qué va. Porque ya ha transcurrido más de un año del día en que dejó la tiza, las lecciones, los controles, las sesiones de evaluación y toda la parafernalia que conlleva el oficio que, según él, es el peor de todos porque se trata de enseñar a quien no quiere aprender; y el problema del insomnio, de no pegar ojo en gran parte de la noche, persiste.
Tras cumplir los trámites de la reserva y hacerse con el código del WiFi, la recepcionista de turno, una joven rubia de ojos verdes, extranjera por su acento inconfundible, le entregó la llave de su habitación y añadió:
--Que tenga una feliz estancia.
Sebastián miró a la mujer desde sus profundas ojeras y le respondió con una sonrisa irónica antes de tirar de la maleta hacia el ascensor:
--Dios la oiga, joven.
Junto a los ascensores tropezó con una estatua de Minerva. Estuvo a punto de pedirle perdón, pero reparó en el bronce inmutable de la diosa y volvió a sonreír. Mientras esperaba al ascensor, se dijo a sí mismo sin ninguna convicción:
--Ánimo, Sebastián, que arriba te espera el descanso.
Cuando abrió la puerta de la habitación y descubrió la generosidad del espacio, de la luz, de la cama, no pudo evitar un mal gesto.
--Sin ella, Sebastián, esto es un pecado.
Ella fue Amalia Sanjuán, su compañera de profesión y de vida durante un tiempo, tanto que ya lo había olvidado. Al tiempo, Sebastián había olvidado al tiempo que había transcurrido desde entonces, pero no todo lo bueno que vivió junto a ella. Profesora como él, la había conocido en un Instituto del Vallés nada más aprobar las Oposiciones, y ese mismo año, cuando comenzaron las vacaciones de verano, la convenció para que se fuera a vivir con él a su casa. Amalia Sanjuán, poetisa con varios premios y algunos poemarios publicados, le había dado todo lo que una mujer puede dar a un hombre en todos los sentidos, desde el más físico y material del sexo hasta el amor más desinteresado, unido a la generosidad más exquisita que se traducía en  una compañía imprescindible, una atención sin condiciones y un respeto a prueba de trampas y oportunidades.
Y todo eso se fue al traste por culpa del maldito insomnio. Primero fue la radio a escondidas y en silencio a altas horas de la noche para no despertar a su mujer, aunque más de una vez, enredados bajo las sábanas los auriculares, le habían obligado a realizar movimientos bruscos o menos bruscos que acababan finalmente despertando a Amalia. Después fue la cama separada, después el cuarto separado y por último, cansado, nervioso e irascible por no dormir noche tras noche, dejó de cumplir con el débito conyugal. Y Amalia se fue a buscar a otro que la amara.
Al ver ahora aquel desperdicio de cama y de habitación en el Marestío, se acordó de Amalia. Fue un acto de agradecimiento que duró poco pues se puso a vaciar la maleta y a colgar la ropa en el armario. En el ir y venir se vio en las puertas de espejo del mueble y no pudo evitar un gesto de disgusto.
--Si no te cuidas, de ésta no sales, Sebastián.
Cuando acabó de ordenar la ropa, miró el reloj, y como quedaba un buen rato para el comienzo del turno del comedor, en espera de la hora abrió la terraza y se asomó al exterior. El paisaje que se abría ante él era un magnífico campo de golf y sobre el verde de mesa de billar de la pradera, se extendía otro verde más variado, producto de la mezcla de la oscura ladera y los claros contornos de los pinos que trepaban por ella. El mar seguía mandando olas a la arena de la playa en el lado opuesto de donde él se hallaba. Pensó dejar para después de comer la posibilidad de dar un paso por el hermoso paseo marítimo, formado la mitad por una pista de cemento pintado de rosa y la otra por una tarima de tablas de madera y entre ambas la silueta de una gigantesca ola.
Entró en la habitación y abrió el portátil. Había leído en algún sitio que escribir una historia cuando se va de viaje, despeja la mente y descansa el cuerpo. La última vez que lo había hecho fue durante una escapada a Teruel, a ver el Torico y las torres mudéjares. Y las dos noches de estancia, aunque logró atravesar la barrera de las cuatro de la madrugada, se pasó el resto prosiguiendo la historia que había iniciado a escribir antes de bajar a comer. Se le ocurrió cambiar sustancialmente la leyenda de los amantes de Teruel y acabó matando a Diego de una flecha perdida en el campo de batalla; después su cuerpo fue trasladado hasta Teruel por soldados cristianos para darle sepultura en la misma iglesia donde se iba a casar su prometida Isabel, la cual, al averiguar que el muerto era Diego, no quiso seguir adelante con la ceremonia de su casamiento, y, a cambio, profesó de monja en un convento de Huesca; finalmente, Sebastián, en un guiño al género fantástico, inventó un desenlace propio de él: todas las noches mandaba Isabel desde el convento una paloma que llegaba hasta la tumba donde se hallaba enterrado el desventurado Diego y dejaba sobre el mármol una rosa roja. La cuestión era estar entretenido durante la vigilia nocturna, hasta que el cansancio finalmente le cerraba los ojos.
En la presente ocasión Sebastián empezó a escribir una historia de género negro donde quería que salieran prácticas mágicas, hallazgos misteriosos y viajes prolongados y llenos de peligros. Abierto el documento de Word, escribió en lo alto de la pantalla: LA PALMA DEL MARTIRIO. Y dos espacios más abajo empezó así el relato: “La noche era negra como boca de lobo. El pueblo, silencioso, dormía hacía rato, cuando una sombra avanzó pegada al muro de la iglesia. Al llegar a la puerta desapareció en el interior del templo, recorrió toda la nave y, a la tenue luz de las velas del altar mayor, rebuscó algo en la hornacina del patrono del pueblo, detrás de su estatua de madera policromada.”  Leyó lo que había escrito de un tirón y, sonriendo, seleccionó todo menos el título y pulsó la tecla de SUPR.
--Ojalá pudiera suprimir así lo que temo, con sólo pulsar una tecla. La palma del martirio, ¿por qué azarosos vericuetos se abren paso los pensamientos hasta llegar a nuestra mente? Del martirio del insomnio la palma me la llevo yo.
Cuando Sebastián Celada bajó al comedor, el buffet libre estaba a rebosar, pero encontró una mesa en la terraza exterior, para fumadores, y se sentó mientras esperaba a que una camarera viniera a servirle la bebida. Sacó un cigarrillo con desgana y luego el mechero. Pero acabó guardando uno y otro. Pidió vino tinto y se echó al coleto una copa. Luego volvió a sacar el cigarrillo y el mechero y se lo encendió. Echó el humo con delectación.
--Cuídate, pero no tanto, coño.
Se tomó otra copa de vino y acabó de fumarse el cigarrillo. Luego se acercó a donde estaba la comida entre el barullo de la gente que iba y venía por la sala en eterna procesión, unos sin platos y otros con ellos cargados hasta no poder más. Nuevo gesto de disgusto.
--Otro desperdicio.
Como no tenía apetito, comió como los gatos y bajó al bar a tomarse un café. Sacó la botellita de whisky que se llevaba siempre consigo a los viajes y enriqueció el sabor de la taza. En otra mesa, vecina a la que ocupaba él, había un hombre grueso, de rostro ancho y rojo, con pelo canoso aunque de edad inferior a la suya que trataba de buscar algo en su portátil con cara de contrariedad. Finalmente alzó la vista de la pantalla y recorrió el local en busca de ayuda hasta que tropezó con los ojos de Sebastián, al que no le había dado tiempo de retirarlos.
--¿Necesita ayuda?—disimuló.
--Creo que sí. No consigo entrar en Internet.
--¿Tiene el código WiFi?
El hombre puso cara de imbécil.
Sebastián sonrió.
--Se lo proporcionarán en recepción.
--No lo sabía. Gracias.
El hombre se levantó y echó a caminar hacia las escaleras de la planta 0, donde se hallaba la recepción del hotel.
Sebastián bebió otro sorbo de su café enriquecido.
El hombre del portátil se giró antes de subir el primer escalón de mármol de la escalera y regresó a la mesa que ocupaba Sebastián. Le dio la mano.
--Perdone. Me llamo Pepe Costa.
--Sebastián se la estrechó.
--Y yo Sebastián Celadas. Insomne.
--¿Cómo dice?
--Quería decirle que soy insomne.
Pepe Costa rió de oreja a oreja.
--Sabía que había en usted algo interesante que tenía que ver conmigo.
--No sé a qué se refiere.
--¿Puedo sentarme un momento a su mesa?
--Claro—Esperó a que el otro se sentara--. Y ahora que está sentado, dígame, ¿qué es eso interesante suyo que tiene que ver conmigo?
--Que yo también soy insomne.
Ahora el que puso cara de imbécil fue Sebastián. Pepe dijo con parte de la risa anterior colgando aún de su boca:
--A ver si ahora resuelta que vamos a formar en este hotel un club de insomnes.
--Insomne. ¿Usted también es insomne?
--¿De qué se sorprende? Casi un cincuenta por ciento de los habitantes europeos ha padecido alguna vez de insomnio, y sólo en España hay ahora mismo más del treinta por ciento de insomnes entre hombres y mujeres. Antes, cuando usted ha intercambiado sus palabras conmigo, me disponía a mandar un correo electrónico a un grupo de personas que padecen la enfermedad. Nos reunimos en un bar de Barcelona los terceros viernes de cada mes para hablar de nuestras experiencias, y les prometí escribirles en cuanto llegara a Marestío.
--Supongo que la mayoría de ese grupo están separados.
--¿Por qué lo dice?
--Porque yo lo estoy.
--Lo siento. Lo siento de verdad. Porque esta enfermedad nuestra se lleva mejor si tenemos a nuestro lado alguien que nos quiere de verdad y está por nosotros. Yo puedo hablar de eso con conocimiento de causa. Yo tengo mujer y dos hijos. Vivimos bajo el mismo techo y conocen mi enfermedad. Y me entienden. Y me respetan. Lo mismo que yo a ellos. Y por eso tengo montada una vida alternativa en casa.
--¿Qué quiere decir?
--¿Por qué no dejamos esta conversación para otro momento? ¿Qué le parece esta noche en el comedor a la hora de la cena? El turno empieza a las siete y media.
--Esa hora es muy temprana para mí.
-- ¿Le va bien que quedemos una hora más tarde en el Chester de la entrada?
--De acuerdo.
--Le llevaré un libro sobre el tema.
--¿Sobre el tema del insomnio?
--Sí. ¿No lo quiere?
--Claro que sí.
--Pues luego se lo llevo.
Sonrió, se levantó de la mesa y salió con el portátil bajo el brazo hacia la escalera de mármol.
Sebastián acabó de beber la taza de café, que se había quedado frío, y, dándole vueltas a la conversación que acababa de mantener con Pepe, dejó también la mesa y enfiló la salida del complejo hacia el mar por delante de la piscina.
Vaya suerte la suya haber conocido a un escritor que se había especializado en enfermedades relacionadas con el sueño. Sin duda alguna su experiencia le ayudaría a entender mejor su enfermedad. Y seguramente la lectura de su libro le serviría para saber más cosas sobre otros insomnes como él y para encontrar algún remedio para combatir la desazonante dolencia.
El paseo estaba concurrido y abajo en la playa había gente tomando el sol. Fue caminando hasta el final del paseo hasta una oficina de autobuses y excursiones y allí se hizo con un catálogo de horarios y destinos. Fue al salir de la oficina y echar una breve ojeada al catálogo, cuando cayó en la cuenta de lo que la vida humana debe al azar, y es que recordó de repente que Amalia le había hablado de una vista que había hecho a Tarragona y al verse sola en medio del anfiteatro romano que se alza en la ciudad cerca del mar, le vino a la mente el primer verso del que sería el título de uno de sus mejores poemarios, aquel Para pensar en la muerte estoy aquí, con el que obtuvo el Premio Cleopatra de Poesía Femenina. Ese libro formó parte durante mucho tiempo de su vida cuando Amalia lo dejó solo. Hasta que, a punto de volverse loco de tanto echarla de menos, cogió el libro y, junto con otros de su biblioteca que le recordaban algún detalle negativo de la mujer, lo vendió en el Mercadillo de los libros de San Antonio. Si bien, eso no le había servido de mucho porque llevaba en su cabeza el poemario aprendido y en muchas ocasiones se sorprendía a sí mismo recitando varios versos del libro.
Cuando volvió al hotel, ya sabía cuál iba a ser la única excursión del catálogo que no haría: la de Tarragona. Envuelto en una mezcla de sentimientos, le hizo un gesto de desaire a la diosa Minerva antes de coger el ascensor camino de su habitación. Una vez en ella, cerró la puerta, recorrió el trayecto que le separaba de la mesa del televisor, dejó sobre ella el catálogo de excursiones en autobús y, finalmente, se derrumbó sobre la inmensa cama. Cruzó los brazos sobre el pecho, luego se puso de lado y, mirándose en el espejo del armario, se quedó dormido.






A media tarde Pepe Costa y su mujer se fueron al SPA. Allí recorrieron dos veces el circuito, y cuando las luces de la gran piscina se encendieron, nadaron una vez más por el canal exterior hasta el jacuzzi de agua caliente. Sintiendo la fuerza de las burbujas en su piel, Costa se quedó ensimismado mirando a las palmeras, cuyas elegantes formas estaban a punto de desaparecer bajo el efecto de goma de borrar de la inminente noche.
Su mujer se acercó a él.
--¿En qué piensas?
Costa se retiró de las orejas el borde del gorro de baño para oírle mejor.
--¿Qué dices?
--¿En qué piensas?—repitió ella.
--Ya lo sabes. De pronto parece que todo se va arreglando. Vámonos de aquí, que ya tengo la piel como un garbanzo en remojo.
Un cuarto de hora más tarde, completamente relajados, volvieron al hotel. En la habitación la mujer quería guerra y el hombre la complació. Después siguieron tumbados con la mirada puesta en el techo durante un rato.
--Debe de ser tarde—dijo él.
--Espera que me levante y lo miro.
Por un momento pasó por delante de sus ojos el cuerpo blanco y aún con la carne bien colocada de su mujer. Se movía con cierta elegancia y el tiempo todavía no había empezado hacer en ella sus irreversibles estragos y erosiones. Y al inclinarse sobre la mesa del televisor, los glúteos le temblaron un instante. Pepe no pudo evitar reírse.
--¿De qué te ríes?—ella se giró para mirarle.
--De nada. Le devuelvo la risa a tu culo.
La mujer rió. Consultó el reloj del móvil que descansaba sobre la mesa.
--Las ocho.
--¡Dios! He quedado con él a las ocho y media. Tengo que moverme.
Se tiró de la cama y al ir hacia el baño se rozó con su mujer. Ésta lo rodeó con sus brazos.
--No sigas por ahí que corre el contador—dijo él deshaciendo suavemente el abrazo femenino.
Rieron y Costa se metió en el lavabo. Mientras se arreglaba, la voz de su mujer sonaba al otro lado del tabique.
--¿Cómo lo has hecho esta vez?
--He utilizado el truco de la clave.
--¿El del código WiFi?
--Exacto. Y el pardillo ha caído en la trampa.
--Y luego le has soltado el rollo de los insomnes, claro.
--Es lo suyo.
--Eres único. Por cierto, ¿Quién eres esta vez?
--Pepe Costa.
--¡Bravo! El autor de Compañía para insomnes. ¿Has traído un ejemplar?
--Eso siempre va en el lote. No podía ser de otro modo. Por cierto, cuando te presente más tarde en el comedor a ese incauto, ya sabes lo que tienes que hacer.
--Descuida. Ya soy una experta en estas lides. ¿Cómo es?
--Un insomne de verdad. Separado, con unas ojeras que le llegan al culo. Parece jubilado hace tiempo. Envejecido, delgado, muy moreno. Por su aspecto general y algunos detalles que he observado en sus gestos, yo diría que es uno de esos que llevan una vida totalmente anárquica, con ingesta de alcohol, fumador empedernido, cafetero, sin dieta ninguna y muy amigo de siestas, estoy casi seguro. Y de los que ya ni se le levanta.
--Ojalá no te equivoques. Menudo ojo clínico tienes.
--Podría equivocarme en algún detalle. No soy infalible. Pero de todos modos creo que es una presa fácil.
Antes de salir del baño, entró su mujer.
--Vamos, el perfecto perdido y ansioso de dar con alguien… alguien como tú que se ofrezca a echarle un cable.
--Será fácil esta vez. Más fácil que las anteriores. Ya te digo.
Se arregló para bajar a cenar, pero no demasiado para no despertar sospechas en Sebastián. Con un polo azul oscuro y unos tejanos le pareció oportuno. Cogió de la maleta el ejemplar de Compañía para insomnes y entró en el lavabo para despedirse de su mujer.
--Le convenceré para que nos quedemos en una de las primeras mesas. Tú debes aparecer entre las ocho y media y las nueve menos cuarto. Hasta luego.
La besó en los labios.
--Hasta luego. Que vaya bien la charla.
A las ocho y veinte de la tarde ya estaba Pepe Costa sentado en el Chester de la entrada del comedor, ojeando el libro, a la espera de la aparición de Celada. Éste se había quedado tan dormido, que despertó muy tarde. Cuando vio qué hora era, se tiró de la cama y fue al lavabo a asearse un poco. El del espejo lo miraba con compasión.
--Otra de las tuyas, Sebastián. Has vuelto a caer en las redes sibilinas de la siesta. Otra noche sin pegar ojo. ¿Qué harás cuando el síndrome de las piernas inquietas empiece a ponerte nervioso y no puedas parar en la cama? ¿Echarás mano del tranquimazín? ¿O para no crear inútiles adicciones, volverás resignado a la cama y te pondrás a escuchar la radio? Ya te veo con el pulgar darle vueltas a la rueda del volumen y con el índice a la rueda de las emisoras. Conversaciones a media voz, partes informativos, fragmentos musicales, viajes por el mundo, experiencias de enfermedades, comentarios de facebook y twiter, noticias de última hora, consultas de ayuda verdaderamente dramáticas... Recuerdo una llamada de última hora del programa Consultas Solidarias de cuando aún estaba conmigo Amalia. La locutora, una mujer de voz lenta, suave, cálida, cogió el teléfono; al otro lado estaba un hombre que dormía en la playa de la Barceloneta, en una barca varada, que, a pequeños empujones, fue narrando su vida, un desecho existencial, que había pasado por un matrimonio breve y una hija pequeña de la que se acordaba mucho, y, al contarlo por la radio, se le rompía la voz en sollozos; desde su móvil, me lo imagino en el fondo de la barca, tapado con un viejo abrigo, le fue contando entre sollozos a la periodista de la radio de la madrugada, cómo el alcohol y el juego le habían robado lo que más quería en este mundo, la custodia de su niña pequeña… Por la mañana se lo conté a Amalia que, consternada, escribió un largo poema sobre esa situación. Mira, de algo positivo le sirvió tu insomnio.
Miró al del espejo y, sonriendo, pasó de él. Acabó de vestirse, una camisa de rayas azules y rojas y un pantalón de tergal que se había quedado anticuado. Finalmente, se calzó unos Fluchos que también pedían a gritos relevo y salió de la habitación con ganas de hablar con Pepe Costa en el comedor. Al dejar el ascensor, lo descubrió enseguida sentado en el Chester de la entrada del comedor con un libro abierto. Debía de ser el que le había dicho que le llevaría. Sonrió por primera vez a Minerva y echó a caminar hacia el comedor.
Pepe Costa alzó la vista del libro antes de que Sebastián Celada llegara junto al sofá, negro y reluciente como el ébano, y al verlo, se levantó para salir a su encuentro con la mejor de sus sonrisas.
--Celebro volver a verlo.
--Pues casi se queda sin celebrarlo.
--Una siesta larga, ¿no?
--Me pasa muy a menudo.
--No se preocupe. Es algo por lo que pasan, pasamos muchos insomnes. ¿Nos sentamos y charlamos un rato antes de pasar al comedor?
--Lo que quiera. No tengo apetito.
Se sentaron.
--¿Es este su libro?
--Ah, sí. Éste es el libro que le dije. En él encontrará muchos consejos para combatir el insomnio y la experiencia de muchos insomnes como usted, como usted y yo, quería decir. Tome y que le aproveche.
Sebastián lo cogió.
--Tengo una pregunta que hacerle.
--Hágame las que quiera.
--Antes me dijo que tenía mujer e hijos y que vivían bajo el mismo techo.
--Si, así es.
--Y que conocen su enfermedad, y lo entienden, y lo respetan.
--Sí, lo mismo que yo a ellos.
--Sí, también me lo dijo antes. Y me dijo que debido a eso tenía montada una vida alternativa en su casa.
--Si quiere, se la cuento.
--Sí, esa era la pregunta que quería hacerle. ¿Qué clase de vida alternativa es esa y cómo hace para que no menoscabe la relación con los suyos, me refiero a su … a su mujer…?
--Si se refiere a mis deberes maritales, le diré que encontramos muchos momentos para cumplirlos satisfactoriamente; los fines de semana son muy propicios para ello y también otras horas de los días laborales. Y en cuanto a mis hijos, cumplo perfectamente con mis obligaciones como padre, hablo con ellos, sé cómo van en los estudios y atiendo a los problemas cotidianos que suelen asediarles como adolescentes.
--Ya, pero no me ha dicho nada de cómo vive las noches. Perdone que se lo pregunte, ¿duerme en la misma cama que su mujer, en la misma habitación…?
--Ah, perdóneme usted. No se lo he dicho aún. Verá. Mi mujer y yo hemos llegado a un entendimiento para solucionar mis problemas de insomnio sin que a ella le influyan de modo negativo. Simplemente, duermo de día. Prácticamente todo el día. Por la tarde, me levanto a la hora en que mi mujer llega a casa del trabajo y mis hijos del colegio, y hago, con esa excepción que le he dicho, vida normal con ellos. Hasta las doce en que ellos se van a dormir y yo me quedo en mi estudio escuchando música, leyendo, escribiendo…
--¿Pero usted no trabaja?
--Perdóneme. Tampoco se lo he dicho. Creí que ya había deducido que estaba jubilado. Sí, estoy felizmente jubilado, bueno, prejubilado porque, como trabajador de la banca, hace unos años me ofrecieron una oportunidad magnífica que no pude ni quise rechazar. Como le decía, de noche permanezco activo y de día duermo. Como un vampiro. Es otra manera de vivir.
--Claro. Es otra manera. Perdone, ¿usted fuma?
--Algún cigarrillo de vez en cuando.
--Se lo digo porque si le da igual cenar en la terraza exterior, le agradecería que siguiéramos charlando en la zona de fumadores.
--No hay problema. Una cosa que he aprendido en esta vida es ser tolerante con los demás. ¿Quiere que entremos?
--Cuando usted diga.
--Antes me gustaría avisar a mi mujer.
--¡Ah, pero ¿ha venido con su mujer? Eso es estupendo.
Pepe Costa se apartó un momento con el móvil encendido.
--Peque, cambios de planes. Búscanos en la terraza. Hasta luego.
Sebastián Celada abrió el libro un momento y le dio tiempo a leer los  primeros puntos del Índice: Un compañero especial, Una voz misteriosa en la madrugada. El poeta en apuros… El libro prometía, al menos por los títulos de sus capítulos. Pepe Costa regresó.
--Solucionado. ¿Entramos?
Sebastián asintió mientras cerraba el libro y dejaba la comodidad del Chester. Una pareja apareció por la puerta de la calle con el paraguas chorreando.
--Llueve—dijo Pepe Costa--. Ya me parecía a mí que ya tardaba en llover. En noviembre siempre acaba lloviendo.
Ocuparon una mesa de la terraza junto a los largos ventanales del comedor. Desde allí veían cómo llovía torrencialmente sobre la piscina y las palmeras se bamboleaban sin cesar por el viento que se había levantado en cuestión de minutos. La noche se disponía a dejarse pasar por agua y viento.
--¡Vaya noche nos espera!—dijo Sebastián mientras sacaba un cigarrillo y lo encendía ante la mirada imperturbable de Pepe Costa, que preguntó por preguntar.
--¿Ha ido al SPA?
--¿Al SPA? ¡Qué quiere que le diga! Esas pijadas para señoritos y ancianos no me atraen lo más mínimo.
--Pues se lo aconsejo. Al menos lo relajará mientras se deja acariciar por las burbujas del agua caliente. La sauna de eucalipto hace milagros. ¿Qué tal anda de cervicales?
--Fatal.
--Hay unos chorros de agua que le vendrán muy bien. Pero como veo que el SPA no le entusiasma, no insisto.
--Sí, mejor. Antes me dijo que ocupa la noche leyendo, escuchando música, escribiendo… Por ejemplo, ¿qué tipos de libros lee?
--Preferentemente relatos de terror, de Poe, Lovecraft, Stefen King…, ya sabe, los de siempre. Y le diré una cosa: suelo repetir la lectura de alguno de ellos, más que de los otros. Los cuentos de Poe, prologados por Cortázar, son mis favoritos. También acudo a veces, para cambiar un poco, al Borges de los seres imaginarios; le recomiendo el libro; se titula algo así como El libro de los seres imaginarios, y lo escribió con la ayuda de una mujer, Margarita no sé cómo. Hay capítulos verdaderamente apasionantes.
--¿Cómo ha dicho que se llama?—preguntó interesado Sebastián mientras echaba el humo del cigarrillo como una chimenea.
--El libro de los seres imaginarios o algo parecido, ya se lo he dicho. Si seguimos viéndonos, algún día se lo puedo regalar.
--¿Y la música?
--Suelo leer con los auriculares puestos para que el resto de la familia no oiga la música. Me suelo poner cedés de piano de Chopin, violín de Vivaldi o guitarra de Paco de Lucía. Tampoco soy un entendido de primera. Me conformo con escuchar la música que más me gusta, y es ésa; me sirve para acompañar determinadas lecturas.
Sebastián Celada le escuchaba emocionado mientras daba grandes chupadas al cigarrillo. Aplastó la colilla en el cenicero. Una camarera vestida de negro se acercó para tomar nota de la bebida que iban a consumir para la cena.
--Yo quiero una botella de tinto—dijo Sebastián.
--A mí tráigame una botella de agua grande—dijo Pepe.
La camarera tomó nota y desapareció.
--¿No bebe vino?—preguntó Sebastián.
--Por la noche no. El alcohol es malísimo para los insomnes como nosotros. Lo mejor es agua, una cena breve y una infusión como remate.
Sebastián lo miró fijamente.
--¿Y cómo suelen pasar la noche su mujer y usted cuando van de viaje y duermen en un hotel, como ahora?
Pepe Costa sonrió.
--Me ha pillado. Nuestros viajes, que suelen durar pocos días, son una excepción. Suelo recurrir a los somníferos, pero recetados por el médico, ¿eh?, no se vaya usted a creer otra cosa. Pero espere un momento, sólo hago que hablar de mí. ¿Por qué no me cuenta lo que hace usted?
--Permítame antes que le haga otra pregunta.
--Adelante.
Sebastián Celada le mostró el libro.
--Me gustaría saber si la materia de este libro, esta Compañía para insomnes, es o no autobiográfica.
--Muy buena pregunta, sí, señor.
Volvió la camarera con las bebidas. Pepe Costa esperó a que destapara las botellas, las dejara sobre el blanco mantel de la mesa y se fuera para contestar. Pero en ese momento apareció su mujer vestida de punta en blanco, con un chal azul sobre los hombros.
--Mire. Le presento a mi mujer.
Sebastián se levantó para darle la mano mientras ella lo retrataba de arriba abajo con sus ojos azules velados por largas pestañas.
--Encantado, señora.
--¡Señora! ¡Qué formal es usted!—dijo la mujer dándole una mano blanca y firme--. Llámeme Carmen.
--Encantado, Carmen.
--Yo también estoy encantada de conocerlo.—Ocupó la silla que le indicaba Pepe--. Mi marido me ha dicho que padece usted insomnio como él. ¿Cómo lo lleva?
--Si me permite, Carmen, que se lo diga, es el insomnio el que me lleva, mejor dicho, el que me arrastra. Y lo hace por la calle de la Amargura. A ver si con la ayuda de un experto como su marido, consigo sobrellevarlo lo mejor posible.
--Eso espero. De verdad. –Consultó a su marido:-- ¿Vamos a buscar alguna cosa para cenar?
Pepe dudó unos instantes y miró a Sebastián. Éste dijo:
--Id vosotros por delante, mientras os lleno las copas.
El matrimonio se levantó de la mesa y, tras unos pasos, desapareció por la puerta que daba al buffet libre.
--Pero ¿no te has dado cuenta de cómo viste?—dijo Carmen--. Como todos sus bienes sean del cariz de la ropa que viste y los zapatos que calza, vamos listos.
--No te adelantes, peque. Estos insomnes son todos un poco dejados. Y éste sin duda viste así para pasar inadvertido. Muéstrate cortés con él. Si queremos sacar tajada, ya sabes que hemos de pagar ciertos tributos y pasar por momentos comprometidos.
--Eso no me preocupa, querido. Si hay que acostarse con él, como con los otros, no me va a resultar un gran esfuerzo. Pero en este caso veo que algo no marcha como me gustaría.
Cogieron sendos platos con algunas verduras y regresaron a la mesa.
--Peque, tranquila. Que todo saldrá bien. Tú sigue la tónica general y saca a relucir lo del viaje de mañana, a ver si lo convences para que venga con nosotros.
Desde la mesa Sebastián los vio salir del comedor hacia la terraza y antes de que llegaran, acabó el vino de la primera copa que se había servido. Se levantó y se cruzó con ellos a unos metros de la mesa.
--Hay de todo en el buffet—le dijo Pepe sonriendo.
--Mire—dijo Carmen mostrándole su plato--, los espárragos tienen muy buena pinta.
--No tengo apetito. Cogeré alguna cosa para engañar al estómago. Hasta ahora.
El matrimonio se sentó.
--No me extraña que esté consumido—dijo Carmen.
--Lo que importa, peque, es que de lo otro no esté tan consumido.
Rieron.
En ese momento Sebastián rodeaba con desgana los puestos donde estaban las bandejas con los ingredientes del primer plato en busca de algo que le satisficiera. Una muchacha se detuvo ante una bandeja y puso algo de ella en el plato que llevaba. Era rubia y se parecía a la joven extranjera que le había atendido en recepción esa misma mañana. Vaya suerte la de Pepe Costa, con una mujer así. Era guapa la tal Carmen, y parecía inteligente. ¿Dónde estás ahora, Amalia mía? “Para pensar en la muerte estoy aquí / en estas ruinas nobles asomadas / al tiempo inmemorial del mar latino…”
Con dos espárragos y tres aceitunas volvió a la mesa. Pepe y Carmen comían y hablaban animadamente. Cuando esta última vio lo que Sebastián traía en su plato mudó de semblante.
--Si come así, amigo mío, al problema que tiene se le sumarán otros.
Sebastián hizo un gesto ambiguo mientras ocupaba su silla.
--Sólo me pasa en los viajes. Cuando vuelvo a la rutina de casa, suelo comer mejor y cuidarme más.
--Saberlo me tranquiliza. Y hablando de viajes, ¿no le gustaría venir mañana con nosotros a Reus? ¿Conoce Reus?
--Sólo de oídas. Sé que es la cuna de personajes ilustres como Prim, Fortuny o Gaudí. ¿Dice Reus? Pensaba viajar un día de estos a cualquiera de las poblaciones cercanas a El Pinar…, bueno, a cualquiera menos a Tarragona, por razones puramente personales. Pero a Reus, sí que me gustaría ir. ¿Pero no resultaré un estorbo?
--Nada de eso—intervino Pepe--. Le vendrá bien cambiar de aires. Aparcaremos en la Plaza de la Libertad y luego nos daremos una vuelta por las plazas de Fortuny y Mercadal y algunas calles de tiendas, ya sabe que sin ellas las mujeres no pueden pasar, ¿verdad, peque? Y, si quiere, antes de comer en el Centro de Gaudí, podemos visitar algunos monumentos modernistas.
--No les prometo nada.
--No insisto. Mañana, en el desayuno nos confirma si nos acompaña o no. ¿De acuerdo?