jueves, 23 de febrero de 2017

ARCOmadrid,


 

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El Carnaval ya está aquí de nuevo y no habrá quien lo pare. La fiesta está servida, junto con ARCOmadrid,  otro oculto carnaval con que se intenta disfrazar en gran medida el arte de verdad. Visto lo visto por los medios de información, la exposición de este año, 200 galerías (vanguardias históricas, clásicos contemporáneos y arte actual), como siempre (y esta es ya la 36ª edición) se convertirá en una parte importante en una feria considerada en el justo significado de la palabra (comercio y mercadería), con lo que ello conlleva. 

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¿Podrán el ojo y el corazón humanos asimilar tanta manifestación esculpida pintada, proyectada o construida? ¿Sabrán reconocer lo que es provocación o impostura de lo que es verdaderamente arte? Mucho de lo que se expone en ARCOmadrid podrá ser sin duda contemporáneo, pues pertenece al tiempo en que vivimos, pero ¿quién puede asegurar, con la mano puesta en el corazón y esgrimido el buen gusto y el valor de la calidad, el talento y la autenticidad, que es Arte, con mayúscula? Podrá decirse que mucho de lo que se expone en la feria es divertido, chocante, novedoso, atrevido, provocador, hasta original. Pero de ahí a afirmar que eso es verdadero arte (actividad del ser humano realizada con fines estéticos y comunicativos) hay una gran distancia que sólo la autenticidad y las buenas intenciones, además del talento, pueden salvar.

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viernes, 11 de noviembre de 2016

ADIÓS AL DRAMATURGO FRANCISCO NIEVA



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Ayer nos dejó el dramaturgo español Francisco Nieva, que también fue narrador, ensayista y dibujante. Había nacido en Valdepeñas, Ciudad Real, el 29 de diciembre de 1924. Muy pronto marchó a Madrid para estudiar Pintura, y, compaginando esta actividad con la de comediógrafo, se abrió paso en la vida artístico-literaria del Postismo junto a escritores como Carlos Edmundo de Ory, Eduardo Chicharro o Ángel Crespo. Viajó por toda Europa y, una vez afincado en Madrid, se entregó de lleno a su trabajo de ensayista, narrador, escenógrafo y autor dramático. Como ensayista, se le deben libros como El reino de nadie (colección de artículos periodísticos). Escribió también novelas (Granada de las mil noches, La llama vestida de negro) y relatos (Carne de murciélago, Argumentario clásico). En cuanto a labor de escenógrafo, la empezó junto a José Luis Alonso (El rey se muere, de Ionesco) y siguió con Marsillach (Pigmalión de George Bernard Shaw y Después de la caída de Arthur Miller); después trabajó solo en las escenografías de obras como La dama duende de Pedro Calderón de la Barca, El zapato de raso de Paul Claudel o El burlador de Sevilla de Tirso de Molina. Pero lo que le dio verdadera fama en el mundo de la literatura fue la creación de sus propias piezas dramáticas, que se cuentan por docenas y de las que destacamos las siguientes: La carroza de plomo candente (1972), que se estrenó en 1976, Nosferatu (1975), que se estrenó en 1993, Corazón de arpía (1987), estrenada en 1989, Los españoles bajo tierra, escrita en 1988 y estrenada en 1992, o Manuscrito encontrado en Zaragoza (1991), estrenada en 2003.
       Fue académico de la Lengua y recibió numerosos premios a lo largo de su extensa carrera literaria, como el Álvarez Quintero de teatro de la Real Academia Española, el Nacional de Teatro en dos ocasiones, el de la Crítica o el Premio Príncipe de Asturias de las Letras en 1992.

          Como muestra de su buen quehacer teatral, incluimos aquí un fragmento de su obra Nosferatu:

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“El agonizante.  Mi hora ha llegado, pobre de mí. De esta forma me veo por andar tras el amor. Maldita vida de pelo y de sombra, maldita brecha de la tuberculosis y el crimen. Pero ya es tarde. Aquí se detiene la muerte con su carro y me hace señas de que todo ha terminado. Despatárrate, ojerosa, y trágame entero en el lago de orines. Te lo digo y lo repito: eres una tía abominable.
La aurora.  Te equivocas, moribundo. No soy la muerte, sino la Aurora. No me insultes y escúchame. Estás en trance de ver lo nunca visto en los últimos minutos de cine rayado y parpadeante. Yo te pienso socorrer. Mucho me extraña que me desconozcas. Cuántas veces nos hemos cruzado en el camino, yo de ida y tú de vuelta, de tus infames correrías, con el sexo desangelado y en las antípodas del entusiasmo. Eres un ruin, que sólo vive de aspirinas y de mala poesía modernista, un desperdicio de estos tiempos. Nunca has tenido para mí un saludo cortés, como el de algunos condes que salen del baile. A pesar de que no me faltan atractivos. Mírame, criatura, de una vez con buenos ojos y observa este fresco descote, este rocibrillo de mi pelo y estos brazos de escarcha...

(Se descubre muy aputañada de actitud.)

El agonizante.  ¡Pst! No estás mal, pero te caes de inoportuna. Me estoy muriendo. De nada sirve que vengas con reproches en momento tan grave. No vengas ahora a turbarme con exhibiciones tan fuera de lugar.
La aurora.  ¿Qué estás diciendo? Dame las gracias por tu suerte. Vengo dispuesta a salvarte. Eres de los que a mí me gustan. Nada menos que periodista, morenito y febril; un elegido sinvergüenza, espuma de las madrugadas. La Muerte se ha entretenido en preparar un ataque masivo para confundir a Europa. Desde aquí la veo dando órdenes contradictorias, levantando estandartes de duelo y animando con una corneta emponzoñada sus tropas al asalto. ¡Menuda es la que se avecina! No te demores, amor mío, arranca de tu pecho ese puñal y álzate hasta mi carro. Anda, que te voy a servir un café que te va a dar una mañana de recién casado.
El agonizante. (Haciendo un esfuerzo.) Imposible, no puedo.
La aurora.  Yo te lo mando. Arranca con tiento ese puñal y agarra la escala que desde aquí te arrojo. ¡Animo, chico! Tengo una carne, entre rosa y ceniza, que te va a devolver la vida.
El agonizante.  ¡Oh, qué luz de esperanza! No sé si sueño o la espicho. ¡Ayudadme, fuerzas! ¡Espérame, Aurora!
La aurora.  (Viéndole ascender por la escala.) ¡Cuidado! Mira bien dónde pones el pie.
El agonizante.  (Con grandes esfuerzos, se alza hasta el carro y entra en él.) ¡Qué delicia! ¡Vaya un vehículo de marca! Parece el rincón de un casino. Estas cosas que me ocurren no parecen verosímiles. Aquí debe haber algún simbolismo oculto.
La aurora.  Pronto lo descubrirás, papanatas. Arrímate y ve apartando velos. Mientras yo palpo el hueso de tus brazos, insúltame y llámame puta mañanera.
El agonizante.  Ya he dado con otra viciosa, no tengo escapatoria.”

viernes, 25 de marzo de 2016

MIS PINTURAS. IGLESIAS DE ZAMORA III

 
 LA CATEDRAL DESDE EL SOTO
Muchas veces en mi infancia y adolescencia me acerqué a este rincón mágico, solitario y silencioso del soto de San Frontis, de cuya vista yo era el único testigo. Sólo alguna dorada oropéndola, posada en la copa de algún álamo, sobre mi cabeza, me acompañaba con su canto misterioso. Preparaba los bártulos de dibujo y me ponía a copiar lo que tenía delante. Y era nada menos que la Catedral, el templo zamorano por antonomasia, con su torre cuadrada del Salvador y su cimborrio de escamas de piedra. El templo donde moraba el Cristo de las Injurias que todos los Miércoles Santos por la noche desfilaba por las viejas calles de la ciudad del alma tras jurar los cofrades de caperuza roja guardar silencio durante toda la procesión. El templo, en cuya explanada todos los Viernes Santos por la tarde hacían alto todos los pasos de la Cofradía del Santo Entierro (recuerdo con tierna nostalgia la vez que yo desfilé con ellos bajo el hábito de terciopelo negro que me prestó un amigo de la infancia), incluido el Longinos, uno de los pasos preferidos de mi padre, obra del escultor zamorano Ramón Álvarez. Por eso y mucho más repetí en mis dibujos y mis pinturas la vista inconfundible de la Catedral, y ésta tomada desde el soto es una de mis favoritas y también una de las primeras, cuando aún me atrevía a escribir en ella algunos versos.

martes, 22 de marzo de 2016

MIS CUADROS FAVORITOS. LA CURA DE LA DEMENCIA. EL BOSCO


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(1475-1480) Óleo sobre tabla, 48 x 35 cm. Museo del Prado. Madrid

Yo no puedo añadir nada nuevo sobre este mágico y curioso pintor holandés al que se ha llamado entre otras cosas El maestro del Juicio Universal. Por eso me voy a limitar a describir el cuadro que más me hace sentir de Jerónimo Bosco, sin entrar en polémicas con otros observadores que saben sin duda más de él que yo y que repiten una y otra vez que estaba obsesionado con el infierno, la salvación del alma o las herejías y pecados capitales. Yo me conformo con hablar del realismo y el apego a la vida que respiran sus cuadros. Yo no veo las fantasías ni las pesadillas de tantos otros, ni mucho menos la magia negra que dicen que hay detrás de sus cuadros. Vida. Eso es lo que veo en sus pinturas. Vida a raudales. Todos esos seres horribles que pululan por la obra del Bosco, reptiles antropomorfos, artefactos obscenos, gnomos, insectos abominables, utensilios y herramientas con forma de miembros… son metáforas de que se vale el pintor para mostrarnos los miedos, los remordimientos y los viejos fantasmas de la vida de sus contemporáneos.
Ya he dicho que estudios y opiniones sobre el Bosco abundan desde el Renacimiento hasta nuestros días. A un monarca tan serio y religioso como nuestro Felipe II le gustaban sobremanera obras como Los siete pecados capitales, que hasta había mandado colgar en su propia alcoba, El tríptico del heno o El jardín de las delicias. F. de Guevara, en una carta al Rey, le asegura que el Bosco nunca pintó “cosa fuera del natural en su vida, si no fuere en materia de infierno o purgatorio; sus invenciones estribaron en buscar cosas rarísimas, pero naturales.” Y el padre Sigüenza en 1605 nos aclara todavía mejor el secreto de la pintura del Bosco: “La diferencia entre los trabajos de este hombre y los de los demás está,en mi opinión, en que los demás tratan de pintar a los hombres tal como aparecen por fuera, en tanto que él tiene el valor de pintarlos cuales son dentro, en el interior.” Dicho esto, prefiero dejar fuera los apuntes ajenos para indicar lo que a mí me interesa destacar de este pintor que, entre otras cosas, siguió los pasos de su padre en la profesión. Y es que  vivió mejor que él y que, relacionado con la secta de los Homines Intelligentiae, se mostraba convencido de que toda la humanidad está destinada a la salvación, que no existe el infierno y que el bien y el mal dependen de la voluntad divina.
Y sobre todo describir, como he dicho más arriba, el cuadro de mi preferencia, que no es otro que La cura de la demencia, que, dicho sea paso, también era del agrado de Felipe II. Se trata de un círculo que contiene la escena que da nombre a la obra, enmarcada por arriba y por abajo con sendos textos en caracteres góticos que traducidos al español dicen, el superior: “Maestro, saca las piedras (de la locura)”, y el inferior: “Mi nombre es Zarcero castrado, es decir, simplón.” Vamos a la escena en la que aparecen cuatro figuras humanas situadas en medio del campo con un paisaje de tonos verdes pálidos y una población al fondo. Sobre una silla se halla sentado el paciente, un hombre de cabello cano y metido en carnes que con gesto dolorido mira al espectador, mientras el cirujano, de pie y a sus espaldas, le extrae del cráneo con un escalpelo la flor de la locura, un tulipán lacustre que simboliza el dinero (de este modo le extraen al simple, en vez de la enfermedad, es el dinero, dinero representado asimismo por la bolsa que pende del lado derecho de la silla y está atravesada por un puñal). El médico lleva puesto en la cabeza un embudo (el embudo simboliza a su vez la sabiduría que, en este caso a modo de burla, le sirve de sombrero). Con lo cual, la broma hecha al enfermo se duplica en el cirujano. Broma que parece estar presente en todo el cuadro, ya que la monja, tercer personaje situado a la derecha de la escena, se apoya en una mesa en actitud pensativa aguantando con la cabeza un tratado de medicina. Finalmente, la cuarta figura humana, situada en el centro de la escena y vestida totalmente de negro, permanece de pie no sólo siguiendo atentamente la operación del cirujano, sino animando la acción con un gesto de la mano mientras la otra sostiene un recipiente plateado, como esperando recoger en él la flor de la locura.
Lo interesante de la pintura es la aparente seriedad de la operación quirúrgica y de las cuatro personas de la escena, cuando en realidad es la burla, el engaño de que es objeto el paciente bobalicón creyendo que le va a ser extraída del cerebrola piedra de la locura. El tulipán que le extrae el médico, la bolsa de dinero atravesada por un puñal, el recipiente, el embudo, el libro y otros detalles conforman toda una alegoría de la estulticia de la época y de su explotación por quienes constituyen los estamentos superiores, representados por el estado y la iglesia. A ellos habría que añadir la horca y la rueda de tortura, semiocultas en los términos más lejanos del cuadro, símbolos del castigo al que eran sometidos los charlatanes de 1500 considerados como brujos y herejes por las supersticiones populares.

Cerdanyola, 5 de agosto de 2004

jueves, 17 de marzo de 2016

MIS PINTURAS. IGLESIAS DE ZAMORA II

 
SANTA LUCÍA Y SAN CIPRIANO
No sé cuántas veces pasé por esta plaza de Santa Lucía en mis idas y venidas, a los Salesianos primero, y luego al Instituto. Plaza cuya vista se veía enriquecida por la iglesia de su nombre y el campanario de la de San Cipriano. La espadaña de una, con su nido de cigüeña, y la torre cuadrada del templo hermano, siempre estarán juntos en mi memoria. No olvidaré nunca los 13 de diciembre, festividad de Santa Lucía, patrona de los ciegos, en que toda la familia íbamos a su iglesia a venerar las reliquias de la mártir, cuya imagen se representa portando una bandeja con sus ojos. Ni olvidaré la noche de los Jueves Santos de mi infancia en que el Yacente en andas, imponente imagen atribuida a Gregorio Fernández, tras descender por la empinada cuesta de San Cipriano, se detenía en la plaza para cantar el Miserere (de un tiempo a esta parte se hace en la plaza de Viriato). Era un momento único abierto a la meditación y a la fe. En la pintura me  imagino las dos iglesias unidas por cruces aladas y transparentes. Como los recuerdos.

miércoles, 9 de marzo de 2016

MIS PINTURAS. IGLESIAS DE ZAMORA I

SANTIAGO DEL BURGO
Esa lágrima de piedra de la entrada, de la que hablara Claudio Rodríguez en el Tomo I de Zamora en la literatura, del también zamorano de la diáspora Luciano García Lorenzo, siempre me fascinó, especialmente en mis idas y venidas a los Salesianos de los años 50. Lo mismo que el resto de los elementos arquitectónicos del románico templo, las ventanas, los contrafuertes, la torre, el ábside plano, el rosetón de rueda de carro... Por delante de él han cruzado generaciones y generaciones zamoranas (su situación privilegiada en la céntrica calle de Santa Clara así lo favorecía), igual que las procesiones de Semana Santa, que desde el Domingo de Ramos hasta el Domingo de Resurrección lo honran con sus solemnes y entrañables desfiles, sus pasos y sus músicas (¡ay, qué dentro llevamos los zamoranos de siempre la Marcha de Thalberg!). En mi imaginación, he querido dar al templo más libertad de aires y un poco de soledad, situándolo fuera de cualquier rastro urbano, antes de que la próxima Semana Santa le llene de nuevo de multitudes enfervorecidas, de trompetas y tambores, de imágenes de Ramón Álvarez, y broten otra vez las lágrimas de los recuerdos al escuchar el Merlú en Viernes Santo y el inolvidable "Y no tenía jabón pa lavar" de nuestra infancia.

lunes, 7 de marzo de 2016

UN CENTENARIO LITERARIO ESPAÑOL. MERCEDES SALISACHS


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Para cumplir con el debido homenaje a los escritores españoles cuyos centenarios, ya sea de nacimiento, ya sea de defunción, se cumplen este año de 2016, quiero ocuparme ahora de una escritora catalana por quien siento gran admiración y gratitud porque en cierto momento de mi vida creativa fue la persona encargada de entregarme el trofeo que me distinguía como ganador del I Premio de Poesía Deportiva Joan Samaranch, que patrocinaba la Revista Don Balón y su artífice principal Rogelio Rengel. Me refiero a Mercedes Salisachs Roviralta (Barcelona, 1916- 2014), novelista de técnica tradicional (sin que ello signifique ninguna merma a su calidad literaria) y cuyos temas retratan el mundo burgués barcelonés del siglo pasado donde imperaban las convicciones religiosas. Nacida  en el seno de una familia de la alta burguesía catalana, estudió Peritaje Mercantil en la Escuela de Comercio y fue durante un tiempo directora editorial de Plaza y Janés. Enseguida sintió la llamada de la creación literaria siendo su primera novela publicada Primera mañana, última mañana (1955). Un año más tarde obtuvo el Premio de Novela Ciudad de Barcelona con Una mujer llega al pueblo y el Planeta en 1975 con La gangrena (ya dos años antes había sido finalista del mismo premio con Adagio sentimental). En 1983 consiguió con El volumen de la ausencia el Ateneo de Sevilla, en 2004 el Fernando Lara con El último laberinto y con Goodby, España el Premio de Novela Histórica Alfonso X el Sabio. También cultivó el cuento (Feliz Navidad, señor Ballesteros, resultó finalista del premio Hucha de Oro en 1983) y libros de memorias y autobiografías, el más importante para muchos, Derribos: crónicas íntimas de un tiempo saldado (1981).
He aquí un fragmento del Preámbulo del último libro mencionado:
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"Dicen que lo importante en la vida es no detenerse aunque para ello sea preciso abrirse paso a empellones. Sin embargo, es evidente que no resulta posible dejar atrás nuestro pasado. Por mucho que nos esforcemos en olvidarlo, seguirá impreso en nosotros donde quiera que vayamos. Y es que, probablemente, sin ese pasado, con toda su carga humana, ninguna circunstancia actual sería como es, ni tendría el sentido que tiene. La caducidad de las cosas no presupone, necesariamente, que hayan muerto. Sencillamente se han transmutado, pero el origen de nuestra actualidad sigue siendo aquello que "aparentemente ya no está" porque, en el fondo, no ha perdido (ni podrá perder) su calidad de algo real. Por tanto, sólo ateniéndonos al sistema cronológico podemos considerarlo inexistente. De ello me he dado cuenta, sobre todo, al repasar mis libros. Seguramente no habré escrito una sola página sin que, entremezclada a la ficción, se haya colado en ella una fracción de mí misma o de mi acontecer, rescatada de los rezagado. Por supuesto, no se me oculta que "todo aquello" ya no es y que la mayor parte de las situaciones que fueron importantes en su día se han quedado flotando en el vacío, dispersas y pulverizadas. Pero también el polvo, en su vaguedad, despide, a veces, destellos rutilantes: ramalazos de algo perenne que a lo mejor permaneció durante varias décadas en la oscuridad más completa, para reestructurarse y manifestarse cuando menos pudimos imaginarlo."