¡Cómo vuela el tiempo! ¡Ya han pasado cuatro meses de nuestro viaje a Londres! Pero aún tengo presentes muchos buenos momentos pasados en la sorprendente capital del Reino Unido. Un buen ejemplo de ello son estas PINCELADAS impresionistas que fui escribiendo allí.
Comer al aire libre sobre el césped de St. James al
amparo de un plátano centenario es vivir el tiempo sin que pase de largo a la
vez que te sientes más joven y más libre, como las ardillas, que a su antojo se
mueven vivarachas de aquí para allá sin miedo a los visitantes.
Al Victory’s Park le han robado momentáneamente los
burgueses de Rodin.
En la Tate Gallery
puedes encontrar desde puertas de automóvil tiradas sobre el parquet hasta
restos sublimes del alma de William Blake.
Hay madera suficiente para abastecer mil hogueras de
San Juan. Pero también un Rossetti que te levanta encendido del suelo.
Y un atleta luchando a muerte con una Pitón ()
apartando con su brazo derecho extendido las fauces abiertas de la serpiente.
Y un Grupo familiar, inseparable, de Moore.
Y un soberbio Autorretrato de Turner que te obliga con
su mirada determinante a que te quedes en su sala para entrever el Castillo de
Morttam entre la niebla amarillenta.
En casi todas las nieblas de Turner late el alma de
las ciudades antiguas, Venecia entre ellas.
Sensación la que causa esta luz viajera, que amanece
en las montañas y muere en el mar.
Sólo por regalar a la mirada esta Creación de Adán de
Blake, la Tate
merece figurar en el cuadro de honor de los museos del mundo.
O su Piedad, acompañada de estos dos magníficos
corceles blancos que vuelan.
O en el colmo del estremecimiento, su Casa de la Muerte.
De pronto hay que sentarse unos segundos para evitar
que los sueños del artista te arrastren con sus misterios arrebatadores.
Una forma relajada de vivir Londres es beber Londres
en sus distintas cervezas.
Con sus cuatro ojos, permanentemente abiertos, el Big
Ben lo ve todo.
Tumbado sobre la hierba de la Abadía de Westminster,
cierro los ojos unos minutos para descansar de la abigarrada y abundante
belleza que llevan acumulada en sus retinas, y cuando los abro de nuevo
entreveo el cielo azul y limpio entre las ramas de los árboles, fuente de
claridad que destaca todo principio de belleza.
Si St. Margaret Church tuviera pies (le sobra corazón
para hacerlo), se iría a otro barrio antes de seguir apabullada su sencilla
modestia (pese a ser lugar de casamiento de ilustres personajes
de la historia británica) por la exuberante
arquitectura de la Abadía,
que a su lado requiere toda atención.
Aún no he visto, cosa rara (y eso que Londres posee
una fauna rica y variada), un solo perro por aquí (¡qué diferencia respecto a
nuestro país!).
Al Mandela de bronce que ocupa un pilar de la plaza lo
han retratado con la boca abierta y una mano extendida como si fuera un cantaor
flamenco (bronce bien distinto del que esculpió Walters y que fue colocado
delante del Royal Festival Hall en 1985, rostro serio que confirma su frase “La
lucha es mi vida”).
Iniciar la visita de la Nacional Gallery
por el magnífico dibujo de Leonardo da Vinci de la Virgen y el Niño con santa
Ana y san Juan Bautista es entrar a corazón abierto en el misterio del arte. Es
como asistir al nacimiento de la luz en la cueva de Platón.
Y continuar por Rafael es encontrarse de golpe rodeado
por la misma claridad que alumbra los silencios del alma sobrecogida por la
devoción.
Claro que enseguida La Mofa de Cristo (en vez de llamarse la Coronación de espinas)
del Bosco nos conduce al otro arte, al del guiño de la ironía y el humor,
haciendo así una especie de greguería de la belleza, con esos rostros cercanos
al cómic de los cuatro sayones que se burlan de la figura del Salvador.
La
Venus de Boticelli se ha vestido después de llegar a tierra
desnuda a bordo de una concha gigante para velar la siesta de Marte (dicen que
dios de la guerra, si bien en este cuadro cualquiera puede imaginarse a qué
guerra se refiere). ¿En qué estarán pensando los risueños faunillos que se
entretienen jugando con las armas de guerrero semejante?
El gigantesco Gallo azul subido a un pilar de la Trafalgar Square,
a pocos pasos de la columna donde Nelson sueña eternamente con su gloria, debe
tener en vilo por las noches al dormido Almirante. ¡Como le dé por soltar repentinamente
su enorme quiquiriquí!
El placer que proporciona, después de un día agotador
de descubrir historia y arte por medio Londres, una suculenta hamburguesa de la
tierra sólo es comparable a la visión de ver caer lentamente la noche sobre el
Soho poco antes de coger la cama.
Lo peor de Londres por la noche es sin duda tener el
apartamento encima mismo de un pub.
Las colas de gente en la capital del país son tan
típicas como los teléfonos rojos plantados en mitad de las calles. Enternece
ver a los ejecutivos formar colas inmensas para comprar la comida al mediodía
minutos antes de refugiarse con las bolsas en un jardinillo delante de una
iglesia o en las praderas de un parque para comer.
Pero asustan verdaderamente por las noches las colas
que hacen los bebedores de cerveza en las aceras de los pubs.
La escalera del apartamento huele tanto a humedad y
moho, que me entran ganas de rebautizar el barrio con el nombre de Moho, en
lugar de Soho.
A Pórtland Place se ha venido a vivir todo el siglo
XVIII en pleno (en arquitectura debo añadir): ménsulas, columnas, carneros,
semicírculos en las puertas, ladrillo marrón, almohadillado, balconajes de
hierro forjado, miradores blancos… Vamos, el estilo de los hermanos Adam
omnipresente.
En el silencio y sosiego de Regent’s Park unos troncos
muertos, alineados por la mano creadora del hombre, duermen sobre el césped.
Cantan cerca los chorros de las fuentes y los
acompañan los ecos de nuestros pasos recorriendo los paseos.
Hay jarrones grandes que sirven de jardineras con
tierra nueva para dar vida a plantas que adornarán en un futuro próximo esta
callada belleza vegetal.
Y rápidas e inquietas ardillas solitarias que
corretean en los parterres sin asustarse de nosotros, verdaderos intrusos en
esta paz que a ellas les pertenece.
Cuatro leones alados que mantienen las fauces abiertas
aguantan con sus lomos una jardinera de aire dieciochesco.
Al final del paseo una fuente habla en voz baja para
no molestar a una solitaria lectora que ocupa el cenador cercano.
El pequeño jardín de St. John Lodge incita a dar un
paseo romántico por sus rincones ya desde su entrada, enmarcada por arcos
enredados por clemátides.
Una jardinera con trompetas de ángel subida a una
columna parece cerrar nuestros primeros pasos en un arco de tejos como valla.
Pero al llegar, nuestros ojos descubren a la izquierda
otro recinto del jardín, donde nos espera una ardilla solitaria con las manitas
levantadas.
En el centro se levanta, sobre una pila de agua muda,
el grupo escultórico dedicado a Hylas, el argonauta que cayó en manos de las
sirenas y murió ahogado en
el río
Ascanio, situado en sus dominios subterráneos. Aquí vemos al infortunado Hylas
luchar en vano por librarse de la sirena que lo abraza por las piernas.
Me ve escribir estas notas un mirlo que salta sobre el
césped llevando un frutito en su pico.
“A todos los defensores de los desvalidos”, leo en el
monumento en el que la estatua de una pastora lleva un corderillo bajo el
brazo. Con una vara en la otra mano, subida en su pedestal me mira con sus ojos
compasivos. Debo parecerle un ser indefenso.
Éste sin duda es un jardín secreto, donde hasta un
tronco seco duerme la paz de sus viejos recuerdos en un rincón escogido
expresamente para él.
Donde los pétalos de las rosas (aún conservo uno entre
las páginas de mi libreta) salpican de blanco, a modo de nieve vegetal, el
césped del paseo.
Donde un banco de madera, dedicado a un personaje que
visitó este jardín (en Londres es una costumbre generalizada clavetear una
plaquita dedicada a una persona en los bancos de los parques, jardines, incluso
grandes avenidas), nos invita a sentarnos y a meditar sobre lo que estamos
viviendo.
Donde un grupo escultórico formado por dos rostros que
se miran titulado “Despertad” recuerdan a una tal Ana Lydia Evans (1929-1999)
que compartió el secreto de este jardín.
Mientras iniciamos el camino de salida, siento pena
dejar este puerto de paz ante la inminencia de verme otra vez en brazos del mar
trepidante de Londres, que me espera ansioso.
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