domingo, 13 de noviembre de 2011

Las aceitadas

LAS ACEITADAS



Cuando llegaba la Semana Santa, ya sabía yo que un día de aquellos, antes de que la escuela nos diera las vacaciones, mi madre, acompañada de alguna de mis hermanas, se pasaba la mañana en el horno de la Rúa de los Notarios, y a mediodía aparecían en el Puente cargadas con los baldes de los dulces. Magdalenas, rebojos zamoranos, pastas de anís, aceitadas… Y unas horas más tarde la casa entera olía a azúcar y a harina horneada

Recuerdo que mi madre solía poner las fuentes de las pastas bajo el baúl de la sala en espera de las ocasiones para degustarlas. Una de esas ocasiones era la del Martes Santo por la noche, momento en que la procesión del Jesús Nazareno y la Virgen de la Esperanza cruzaba el Puente. Entonces se reflejaba en el río un mundo de luces misteriosas que portaban por un lado los cofrades y por otro los faroles de los pasos de la Virgen y el Nazareno.

La procesión se detenía en el cruce de los quioscos, frente a la plazuela, para despedirse los hermanos de ambas cofradías con sus respectivos pasos: Jesús seguía su camino hacia la iglesia de San Frontis y la Esperanza hacia la iglesia del barrio. Y cuando el silencio arrebataba el lugar que habían ocupado las cornetas y los tambores de la Cruz Roja, y los templos con sus sendas imágenes habían cerrado sus puertas, aparecía en casa Demetrio, el amigo de mi padre, vestido con su hábito de cofrade de Jesús Nazareno y la caperuza doblada bajo el brazo. Era el momento de tomar una aceitada acompañada con un vasito de anís. La reunión duraba hasta que Demetrio decía que era tarde y tenía que irse a casa.

Pero yo ya había probado por mi cuenta las aceitadas. Lo hacía a escondidas, claro. Aprovechaba el momento en que mi madre estaba haciendo algún recado por el barrio o escuchando con las vecinas algún serial radiofónico en la calle, para colarme en casa como un bandido; eso mismo me decía con tono cariñoso mi madre:

--Hijo, no sé cómo te las ingenias para estar haciendo siempre de las tuyas.

Y las mías eran cosas así, hechas a la buena de Dios, movido por la curiosidad o simplemente imitando alguna aventura que había leído en mis tebeos. La aventura de las aceitadas empezaba, pues, con una distracción de mi madre. Entonces yo subía las escaleras de madera, me colaba en la sala de en medio y me asomaba por el balcón para ver si había moros en la costa; enseguida entraba en la sala materna y me tendía sobre las baldosas frías frente al baúl que ocultaba los deliciosos dulces. Alargaba la mano por debajo del mueble y recibía un chispazo eléctrico cuando mis yemas acariciaban la cruz abierta de la aceitada. Un aluvión de jugos gástricos me incitaba al instante a rescatarla de su escondrijo. Todos aquellos gestos constituían un verdadero ritual. En cualquier momento podían oírse en lontananza los inequívocos pasos de mi madre, lontananza que se convertía en inminencia con el crujido de los escalones.

Los pasos de mi madre eran la alarma que indicaba peligro, que el plan A había fallado y había que poner en práctica el B, que consistía, simplemente, en devolver a su sitio la aceitada y salir escapado hacia la sala de los chicos y allí hacer ruido con lo primero que se me ocurriera: agitar el plumier de los lápices, arrastrar una silla o dejar caer de la caja que las contenía unas cuantas canicas; entonces, infaliblemente la voz de mi madre sonaba fiscalizadora.

--¿Ya estás otra vez con los dulces?

 Sin embargo, casi siempre llegaba su voz en el momento más crucial, cuando yo ya había alojado en mi boca la masa harinosa y dulce de la sabrosa aceitada. Entonces la cosa no tenía remedio.

 Y claro, mi aventura fracasaba casi del todo, y digo casi del todo porque al menos tenía la aceitada en la boca, aunque al verme obligado a contestarle, me atragantaba como otras veces y el dulce bocado salía disparado en todas direcciones. La consecuencia era que la aceitada que me tocaba después de comer, se quedaba en la bandeja de la mesa mientras los demás saboreaban a gusto la suya.

Pero en contra de lo que pueda parecer, yo no escarmentaba, mejor dicho: no quería escarmentar, porque con aquella aventura de la aceitada disfrutaba al límite del placer de los actos solitarios.

Como se ve, aun de mayor, no hay año en que no fabriquemos en casa una buena fuente de aceitadas.

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