El doctor Cristóbal Suárez de Figueroa, enemigo acérrimo de
Cervantes, hizo nacer a Don Quijote en el campo de Calatrava, y allí se llevó
el doctor la primera parte del Quijote de Cervantes con la intención de
enmendarle la plana y mostrar un Hidalgo que superara en todo al que ya
circulaba por España como una persona viva en boca de cultos e iletrados. Una
vez instalado en el lugar, Suárez de Figueroa mandó colgar en el zaguán de su
casa un letrero con la frase archiconocida de Lope: “De poetas ninguno hay tan
malo como Cervantes ni tan necio que alabe a Don Quijote.” Letrero que le valió
un desafío a muerte por parte de un hidalgo esmirriado que en aquellas palabras
se vio claramente ofendido.
Precisamente Suárez de Figueroa tomó a este hidalgo, de nombre Jerónimo
Merchante Pavón, como modelo para su Quijote y lo situó en el primer capítulo
de su obra al modo del de Cervantes, perdido el juicio de tanto leer libros de
caballerías, pero con el añadido de dos secretos fundamentales que lo marcaron
para siempre, el primero de ellos relacionado con su infancia y con su madre,
una mujer intelectual e impaciente. Ésta, llamada Isabel Pavón, le recriminaba
a menudo su torpeza con la frase: “Jerónimo, pedazo de tonto, creo que nunca
podrás aprender nada serio. ¿Cómo es posible que tu padre y yo hayamos tenido
un hijo tan zoquete?” Doña Isabel tenía fama de exigente y severa y cuando se
percató de que su vástago era un poco lento en el aprendizaje de las letras y
que no mostraba ningún progreso académico, recurrió a un régimen inexorable de
palizas diarias esperando con ello inculcar algún conocimiento en su inmadura
cabeza, pues deseaba que, cuando regresara su padre don Pablo de la Corte, el zote estuviera en
condiciones de manifestar algún adelanto. Pero el joven no lograba dar el
mínimo paso hacia la sabiduría. Antes al contrario, empezó, no se sabe muy bien
si con intención o sin ella, a manchar sus cuadernos de caligrafía. El pobre
chico se quejaba en vano de que su pluma goteaba, porque su meticulosa madre,
lejos de atender a sus excusas, acrecentaba los palos con que regalaba las
acciones de Jerónimo...” Un día en que Jerónimo había babeado más de la cuenta
sobre su tarea de escritura, doña Isabel, en la cumbre de la ira, cogió a su
hijo de los pelos y lo arrastró hasta la escalera del sótano, tiró de él hasta
el piso húmedo del habitáculo, mientras la cabeza de Jerónimo contaba los
escalones uno por uno, y allí abajo remató su faena con una buena tunda de
golpes que llenaron el cuerpo del
muchacho de toda la curia cardenalicia. “Sin duda, escribe a propósito
Figueroa, aquellas palizas constantes y los golpes sufridos en la cabeza,
ablandaron los sesos del muchacho más de la cuenta, preparándole para la
absorción sin juicio de los disparates que contaban los libros de caballerías.”
El
segundo secreto del Hidalgo tiene que ver con el ama y la joven que en el libro
de Cervantes es considerada sobrina del enloquecido protagonista. Resulta que
don Jerónimo Merchante había mantenido en algunos momentos de su solitaria vida
ciertos escarceos amorosos con el ama, de los cuales habría nacido una niña
preciosa a quien llamaban Siempreviva. El asunto lo mantuvieron siempre a
escondidas ama e hidalgo y, para no despertar sospechas, decidieron inventar
una historia, según la cual la chica era hija de un hermano del hidalgo que se
había ido a las Indias en busca de fortuna y lo único que allí encontró fue
unas fiebres malignas que lo llevaron al sepulcro en unos días, dejando
huérfana a una niña, fruto de unos amores con una mulata de La Habana.
Imaginación no le faltaba al hidalgo, el cual, antes de dedicarse a
gastar la herencia de sus padres en comprar libros de caballerías, tuvo el
infortunio de caer en las garras engañosas del bachiller Gracián de Saavedra,
que, conocedor del poco seso del hidalgo, se presentó un día en casa de este
último con la idea de venderle una supuesta carta de Cervantes enviada al
virrey de Nápoles donde le pedía recomendaciones para un abogado de Valladolid
que llevaba un asunto de amores de una de sus hermanas. Se la vendió casi
regalada preparando así la venta futura de otros falsos documentos que le
reportaron pingües beneficios: un presunto manuscrito de Quevedo según el cual
relacionaba al duque de Osuna con una dama de rumbo de Venecia, una versión
nueva de la fábula de los dos ratones de El libro de Buen Amor, un canto
de amor inédito de Ausias March, un capítulo del Tirant lo Blanc que
Joanot Martorell había desechado, unos tercetos de Dante en castellano
dirigidos a Beatriz... El Hidalgo llegó al colmo de la credulidad comprándole
una Vida de Jesús de niño escrita por su madre la Virgen María.
Además
de estos datos, Figueroa en el primer capítulo de su obra, enmendó a Cervantes
la caracterización de los carismáticos personajes de Dulcinea y Sancho. En
primer lugar, a la dama de sus pensamientos la hizo nacer y vivir en Aldea del
Rey, con lo cual, en vez de llamarla Dulcinea del Toboso, la llamó Dulcinea del
Rey. Figueroa habla así de ella: “Contaba Dulcinea cuando la conoció Jerónimo
Merchante alrededor de treinta años y estaba casada con un labrador rico del
lugar; era muy hermosa, blanca y delgada como una nube de verano. Su ocupación
principal era arreglar la casa, poner la mesa cuando su marido volvía del campo
y leer; leía sobre todo libros piadosos y relacionados con la vida doméstica;
tenía dos libros de cabecera: uno era La perfecta casada de fray Luis de
León y el otro La vida de Santa Teresa contada por ella misma...”
Respecto del bueno de Sancho Panza, Suárez de Figueroa decía de él que era un
buen amante de la cocina, gran conocedor de yantares y vinos, aunque sus
escasos bienes no le permitían darse el gusto de saborear unos y otros como
hubiera deseado. Su mujer y sus hijas eran insaciables en la mesa y eso hacía
que el hombre de la casa buscara en otras tierras trabajos que le reportaran
ingresos proporcionales al consumo alimenticio de quienes dependían de él; y
así, pasaba temporadas largas en Andalucía vareando la aceituna o en Valencia
recogiendo naranjas y limones. De ahí que, cuando su vecino el hidalgo Jerónimo
Merchante, convertido de la noche a la mañana en caballero andante, le
propusiera ser su escudero y acompañante en aventuras que les proporcionarían
beneficios sin cuento, aunque en su fuero interno pensara que poco podía
esperarse de quien los paisanos decían que tenía agua en la mollera, decidió
salir con él más pensando en librarse de las obligaciones y responsabilidades familiares
que en los bienes que pudiera obtener acompañando a aquel chiflado.
También
habla Figueroa de Rocinante, diciendo que era hijo de un garañón llamado Atila,
y una yegua sana y fuerte llamada Brunilda, con lo que había salido el caballo
más lozano de cinco leguas a la redonda. “Y así fue al principio, dice
Figueroa, hasta que unas hierbas ratoneras que crecían al borde del regato del
lugar emponzoñaron las aguas que bebió Rocinante un aciago día en que el paseo
fue más largo que los acostumbrados. El animal empezó a adelgazar y a ponerse
en los huesos, y parecía que la oscura enfermedad que había invadido sus
entrañas iba a terminar con él, cuando el bachiller Gracián de Saavedra
intervino a tiempo hablándole de un libro llamado Botánica esotérica,
del licenciado Ruiz de Rioseco, el cual contenía preparados y recetas basadas
en flores, raíces y hojas de plantas que remediaban las enfermedades más
desconocidas, ya fueran padecidas por seres humanos como por animales...” El
mismo bachiller le trajo de la Corte el libro citado y, buscando la fórmula
adecuada a partir de ojicanto, ortiga y oxalis, prepararon una pócima que
suministraron a Rocinante en siete dosis repartidas en otras tantas noches de
una misma Semana Santa, como exigía el ritual del libro; el animal encajó con
estoicismo humano el tratamiento, al cabo del cual sanó del todo, aunque sin
recuperar la belleza anterior ni las arrobas que había perdido, y pese a
parecer su cuerpo un conjunto de perchas ambulantes, su andar acompasado y el
brillo de sus inteligentes ojos solían arrancar la admiración de cuantos lo
veían.
Finalmente, fue el mismo bachiller quien le proporcionó de
manera indirecta la armadura y las armas con que, ya caballero andante, y
acompañado de su inseparable Sancho Panza, saldría en el capítulo siguiente a
desfacer entuertos y a librar de malandrines la intranquila faz de la tierra.
Resultó que, al derribar un viejo caserón que había pertenecido a un antepasado
suyo para levantar otro en su lugar, el bachiller encontró en una doble cámara
hasta doce piezas de una armadura apavonada que se habían conservado
impecablemente debido a las perfectas condiciones climáticas que el hueco en
cuestión había permitido; entre las piezas no faltaban la celada, la gola, los
guardabrazos, el peto, las coderas, los brazales o los guanteletes. Junto a
ellas también había una lanza, una espada y un escudo, igualmente bien
conservados. La armadura y las armas se las vendió el bachiller por un precio
que le pareció al falso caballero andante casi irrisorio, pero que a Gracián de
Saavedra le ayudó a pagar los gastos de la escritura de su nueva casa. Además,
el bachiller se aprovechó de la sandez del hidalgo, que a todo esto consideraba
a Gracián de Saavedra como un amigo de valor incalculable, haciéndole prometer
que, con palabras de Suárez de Figueroa, “si en alguna ocasión se encontraba en
apuros, pues en las aventuras de los caballeros andantes nunca faltan trances
arriesgados, habidos contra gigantes y seres de otro mundo, acudiera a él en
busca de ayuda...”
En pocos más detalles se extiende el contenido del primer
capítulo de Don Quijote de Calatrava, como los relacionados con las
costumbres, los hábitos alimenticios y las aficiones del hidalgo, que eran
madrugar mucho y comer frugalmente (las legumbres tenían gran predicamento para
él, así como cualquier producto de la huerta servido en frío o guisado de mil
maneras; en cuanto a la carne, apenas entraba en su menú, a no ser los
torreznos del cerdo y algún palomino los días festivos, y el pescado que nadaba
en su plato era el chicharro del Norte, frito y adornado con olivas y pimentón
dulce), sin olvidar la caza con galgo, que le atrajo en un principio, o los
paseos a caballo por los campos vecinos. Más tarde todas estas buenas costumbres
fueron sustituidas por la exclusiva tarea de ampliar y completar su abundante
biblioteca, cuyo coste y lectura acabaron de consumir la mayor parte de las
reservas económicas de la hacienda, y lo que es peor, lo que quedaba aún de
sano en el cerebro de su dueño, que era bien poco, se le consumió del todo.
Asimismo tiene lugar en estas primeras páginas del libro la
mínima presentación que hace Suárez de Figueroa del cura del lugar, el
licenciado Tomé de Avellaneda, y el barbero, Sebastián Lozano, ambos grandes
amigos y aficionados a jugar a las cartas, comer bien y beber mejor, los cuales
tan sólo hablan aquí para poner de vuelta y media al protagonista.
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