Todo sucedió a principios de los años sesenta del siglo pasado. Mi hermano mayor, a la sazón maestro de enseñanza, abrió una escuela cerca de casa adonde acudieron muchos chicos de los barrios vecinos. Su fama de educador tolerante y eficaz se extendió por los pueblos del sur de la provincia, y uno de aquellos fríos diciembres se acercó a casa un labrador del Cubo del Vino para contratar durante las vacaciones de Navidad y Año Nuevo a mi hermano para que enseñara las primeras letras a su primogénito, que apenas sabía leer. Y aunque mi hermano declinó la oferta, a cambio le habló al labrador de mí y de mis estudios en el Instituto y de mi capacidad para llevar a cabo la difícil tarea de enseñar a leer y escribir a su hijo mayor. Y así fue como me vi haciendo de profesor durante unas vacaciones de Navidad y Año Nuevo en una dehesa perdida en medio del campo, casi en los límites de las provincias de Zamora y Salamanca.
El viaje ya fue de película. Mi padre me llevó hasta una
casa del Cubo del Vino adonde me iría a
buscar el labrador. Noche cerrada. Llovía. El medio de transporte era un
caballo. Me monté a horcajadas a espaldas del labrador, que lo montaba. Despedidas bajo la
lluvia. Una manta me cubrió mientras me aconsejaba el jinete agarrarme a su
cintura. Y galopando en la oscuridad y sintiendo sobre la manta que me tapaba
las gotas de la lluvia, el trayecto se me hizo larguísimo. Finalmente, el
caballo se detuvo relinchando. Piafó sobre un suelo de guijarros. Luego una luz
escasa y unas voces invitándome a entrar en una caliente cocina de casa de
labranza, amplia aunque débilmente iluminada por un candil de carburo colgado
de la pared y las llamas que bailaban en el fuego de tierra que se abría en un
rincón. El labrador, antes de llevar la caballería al establo, me presentó a
las personas que allí había: una mujer de negro, que era el ama de casa, un
chico que debía de tener parecida edad a la mía y otro joven de mayor edad, que
lanzando a mi encuentro su mano para que yo la estrechara me dijo: “Me llamo
Manolo Carnicero y soy desde hoy tu alumno.”
Un sinfín de emociones vino a mi
encuentro aquella noche. Cenamos algunos torreznos asados al fuego, trozos de
queso que nadaban en el aceite de unas orzas de barro, pan de pueblo y vino de
cosecha propia. Mientras cenábamos programamos el plan que seguiríamos Manolo y
yo en lo referente a las clases de escritura y lectura a partir de la mañana
siguiente. De día no haríamos nada porque él y su padre tendrían que seguir dedicados a
las labores del campo y del ganado. Las clases tendrían lugar al caer de la
tarde y tras volver de las tierras cuando la luz del sol hubiese desaparecido
del todo. Todo ese tiempo libre lo ocupaba yo explorando con el hijo pequeño
las dependencias de la dehesa, llevando a la pequeña manada de caballos hasta
una laguna cercana para que les diera el aire y abrevaran todo el agua que
quisieran o recorriendo los alrededores de la dehesa, constituidos en su mayor
parte por montes salvajes, viñas y bosques de encinas y castaños, así como por
una red de caminos que llevaban a otras dehesas o a pequeños pueblos perdidos
en aquella comarca.
La casa de la dehesa de mi alumno tenía dos plantas: en la baja,
además de la cocina, que era el lugar donde pasaba la familia la mayor parte de
su vida, se encontraban los establos y las cuadras de los animales, a los que
se llegaba a través de un largo pasillo oscuro. Si se quería acceder a ellos
durante la noche, se usaba un candil de carburo como el que había colgado en la
cocina; había ganchos en los muros de las cuadras para poder descansar en ellos
los candiles, que eran unos cilindros de metal con un pequeño caño, una
manecilla para graduar la fuerza de la iluminación y un asa para llevarlos de
la mano. Los establos comunicaban, por la parte trasera, a un corral donde
salían de día las gallinas y en el que podían verse aquí y allá algunos aperos
de labranza, una tartana con las varas en alto ocupando un pequeño cobertizo y,
cerca de la vivienda, un pozo con su brocal, su polea y su cubo de cinc
correspondiente, con el que se sacaba el agua que necesitaba la familia para
sus menesteres más urgentes. El corral tenía también una puerta que daba al
monte y que sólo se abría para sacar y meter los caballos. También en la planta
baja y en un nivel algo inferior al de la cocina se hallaba la bodega, a la que
se accedía por una puerta que había en la cocina y unos peldaños de piedra. En
la planta alta de la vivienda estaban las habitaciones y las cámaras donde se
conservaban los frutos que la familia lograba arrancarle a la tierra en las
variadas estaciones del año. También en las paredes de dichas estancias
existían los ganchos para los candiles; así yo, cada noche, cuando subía a la
alcoba que me habían asignado, lo hacía valiéndome de un candil de carburo cuya
viveza de luz agrandaba con la manecilla cuando la oscuridad de los rincones de
la escalera me lo exigía.
Las clases empezaban por la tarde noche cuando Manolo,
aseado tras la vuelta de las labores del campo, se sentaba a la mesa de la
cocina cercana a la luz del carburo y a la que despedían bailando las llamas
del hogar. En una libreta que tenía fui escribiendo las letras del abecedario,
primero las mayúsculas y después las minúsculas, en el encabezamiento de cada
página, para que él las copiara debajo. Cuando había acabado de copiarlas, me
las leía en voz alta. En otras sesiones de trabajo se dedicaba a copiar su nombre
y sus apellidos durante varias páginas, así como los de su madre, su padre y su
hermano. Hasta que le escribí los nombres de los miembros de su familia y el
suyo, mezclados con otros, y le pedí que me rodeara con el lápiz los primeros y
me los leyera en voz alta. Más de una semana estuvimos Manolo y yo dándoles a
esas copias y a su lectura, labor que alternábamos con la identificación de
letras y palabras en un libro de cuentos de Amicis, de letra grande, que tenía
su madre en la alacena junto con un viejo breviario de oraciones que debió de
pertenecer a algún antecesor de la familia. Hasta que mi alumno logró escribir
el solo, sin ayuda mía y con letra regular la frase que me dijo nada más llegar
yo aquella noche de lluvia a su casa: “Me llamo Manolo Carnicero y soy desde
hoy tu alumno.”
En aquella casa aislada y silenciosa, donde no había
ni electricidad ni agua corriente pasé unas navidades de las más felices de mi
vida aunque, eso sí, noté en más de una ocasión la ausencia de los míos. Por
primera vez me sentí útil aunque no dejaba de ser todavía un crío. Un crío que
aprendió a montar a caballo pese al dolor de la rabadilla que me duró meses
causado por el roce con el espinazo del animal, y un crío que cogió una
borrachera de espanto acompañado por el hermano pequeño de Manolo tras probar
todos los vinos de las cubas de la bodega.
Pero también se me grabó en el alma la
noche de la Misa
del Gallo en que acompañado de toda la familia bajamos a la iglesia del pueblo
más cercano, El Maderal. Los cascos del caballo que tiraba de la tartana
patinaban en las piedras de la calle cubiertas de escarcha. El templo,
iluminado con velas, estaba lleno de pueblerinos engalanados esperando a que
comenzara la Misa. Son chispazos de recuerdos.
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