Ayer miércoles 25 de junio me enteré con tristeza de que Ana María Matute, que había nacido hace 88 años en Barcelona, había cerrado definitivamente el cuento fantástico de su vida. Matia, la niña protagonista de su Primera memoria (Premio Nadal, 1959), se ha escapado unos instantes de entre sus páginas de mar y luz para darle un beso de gratitud a su creadora, una niña que no creció nunca y, a cambio, escribiendo sobre la infancia y el entusiasmo de vivir, ganó todos los premios.
Gracias a que fue alumno mío su sobrino David en aquel colegio del Vallés de cuyo nombre no quiero acordarme, pude disfrutar de la inmensa suerte de conocerla personalmente y haber hablado con ella en su piso de la calle de Provenza de Barcelona unas horas de una tarde de verano que no podré olvidar nunca. Recuerdo que bebimos sendos vasos de whisky a palo seco y la escritora se excusó angelicalmente de que no tuviera entonces a mano unos frutos secos para ayudar a tragar el fuego líquido.
Yo acababa de regalarle por medio de su sobrino mi Agua vivida (1979) poemario que habla con abierta ternura de mi adolescencia en Zamora y de los recuerdos que me inspiraron aquellos años, y ella me correspondió regalándome la novela citada más arriba. Leí Primera memoria en poco más de un día y de su lectura nació un pequeño poema dedicado a retratar a Matia como una figuración de la fantasía infantil, capaz de olvidar casi por completo los horrores de la guerra civil que se viven en la península para refugiarse en la belleza que el mar y la luz de la isla de Mallorca y sus pequeñas costumbres le ofrecían.
Como me daba al principio vergüenza de enviarle los versos, no lo hice hasta más tarde. En contra de lo que me temía, le gustaron tanto que me hizo llegar, siempre por medio de su sobrino David, su dirección y su teléfono por si quería hablar con ella un rato en su casa de libros y lugares que permanecen siempre en nuestra mente de niños. ¡Hablar con Ana María Matute, una de nuestras mejores novelistas del siglo XX, era para mí más de lo que hubiera podido soñar! Podía hablar en persona con la novelista que poseía los mejores premios del género (además del citado, el Planeta con Pequeño teatro, el Nacional de Narrativa con Los hijos muertos, el Fastenrath de la Real Academia Española con Los soldados lloran de noche, el Nacional de la Letras Españolas, el Miguel de Cervantes…).
Nervioso como un flan al fin me decidí una tarde a llamarla por teléfono. Una voz delgada y tímida, casi rota, sonó al otro lado: “Sí, dígame…” Me quedé cortado; luego dije: “¿Hablo con la novelista Ana María Matute?” La misma voz que antes me respondió con otra pregunta: “¿Quién quiere hablar con Ana María Matute?” Me armé de valor y dije mi nombre añadiendo que era el profesor de su sobrino David. De pronto la voz anterior cambió radicalmente; era una voz segura, abierta, llena de decisión. “Usted perdone por la voz de antes; siempre contesto así para evitar atender a todos los que me llaman para hacerme entrevistas o pedirme libros.” Buen ardid contra los pelmazos. La cuestión es que una tarde de verano conocí personalmente a la escritora de posguerra con más fantasía y lirismo cuyo lema principal es “quien no inventa no vive” y que me regaló una buena cantidad de novelas dedicadas.
Su sana generosidad me desbordó y su manera peculiar de concebir la novela me hizo creer que sólo se abre camino en el mundo de las letras quien cree que en la infancia está la primera y única memoria y en sus escritos trabaja el lenguaje con exquisita elegancia y emocionante lirismo.
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