Una de las primeras veces que cogí el metro en Barcelona viví la aventura que nunca he olvidado ni quiero olvidar. Yo acababa de llegar a la ciudad condal procedente de una capital de provincias pequeña y tranquila y, de golpe, tenía que coger el metro para ir a la Universidad, donde me había matriculado para estudiar Filosofía y Letras. Mi estación de origen era España y la de mi destino, lógicamente, Universidad. Bien. Yo estaba más contento que unas pascuas porque ese día, lo recuerdo claramente, 9 de octubre de 1964, iniciaba una nueva vida: era un universitario de pies a cabeza y no podía creérmelo; hasta en casa mis padres y mis hermanos bromeaban conmigo solemnizando en extremo el nombre de Primero de Comunes, curso que estaba a punto de estudiar.
Para entonces ya no pensaba en el Instituto de mi
ciudad natal ni en las aventuras amorosas que soñaba llevar a cabo con algunas
de mis compañeras de Letras, pero que
quedaban en eso, en puros sueños. Instalado en la vida seria y responsable de
Barcelona y decidido a hacerme un hombre de provecho entre libros y profesores
universitarios, el mundo adolescente de poemas y cartas de amor a lo
Bécquer del Instituto, me parecía una etapa insignificante de mi vida al lado
de la que acababa de empezar. Si bien todo aquel mundo menor de mi pequeña
ciudad provinciana había comenzado a difuminárseme al principio de aquel último
año de Preuniversitario, tras anunciar mi padre un día en casa muy serio que
íbamos a cambiar de aires en la ciudad condal, adonde ya habían marchado a
trabajar mis hermanos mayores. Me pasaba los días pensando en cómo sería mi
vida en mi ciudad de adopción y leyendo cuanto caía en mis manos sobre ella,
sus costumbres, el mar que la besaba y sus playas de arena dorada, sus
magníficos monumentos y sus eventos principales de los que el Nodo solía
hablar, sus gentes, su modo de vivir… Y se me llenaba la boca ante mis amigos
con su nombre, Barcelona por aquí,
Barcelona por allá, que si en Barcelona se vivía mejor que en Zamora, que si en Barcelona… Y en cuanto a las
noches, eran todavía mejores: no había noche en que no soñara que caminaba por
Barcelona, viendo y viviendo in situ
lo que había leído, visto y escuchado en el Nodo. En mis sueños salía a menudo
la Plaza de Cataluña con las palomas alzando el vuelo al paso inocente de los
niños que las asustaban en sus carreras y yo andaba entre ellas y notaba en mi
cara el aire de sus alas al subir hacia el cielo. Y la Sagrada Familia que
crecía a ojos vistas en una torre nueva o en una gárgola o en una ventana por
donde yo me asomaba y veía cómo la cola de los visitantes llegaba hasta el mar.
Y el museo de Picasso de la calle de Montcada, vacío, y yo apareciendo de entre
las sombras de un rincón para acercarme a los cuadros allí expuestos como un
espíritu que entraba por unos y salía por otros llevándose adheridos a él
fragmentos de vestidos, pétalos, olas, alas de paloma, llamas de velas… A veces
me despertaba en medio de la noche y, molesto por quedarme sin el final feliz de
alguno de aquellos sueños, cerraba con fuerza los ojos y esperaba impaciente a que
el sueño me cogiera de nuevo en sus brazos y me llevara a algún lugar de mi ya
querida Barcelona, que podía ser desde los románticos despojos domésticos de
los Encantes de las Glorias, al norte de la ciudad, hasta la salvaje playa de
Casa Antúnez, abierta al pie del Cementerio de Montjuic, al sur de la misma.
Aquel 1964 de mi vida era el último curso de mi
estancia en la ciudad del Duero y, hasta nuestro tan deseado viaje a Barcelona,
realizado finalmente, en el verano de ese mismo año, se me hizo enormemente
largo, si bien durante las vacaciones de Semana Santa, volvieron a casa mis
hermanas mayores y me llevaron, con sus
conversaciones y comentarios sobre Barcelona, renovadas ilusiones. Luego llegó
el viaje de fin de curso por media España que me puso los dientes largos al
tocar tierra catalana en Tarragona. Cien kilómetros más y… No sé cómo, con tantas emociones, tantos
deseos y tantos motivos de abstracción logré aprobar no sólo el curso Preuniversitario
sino también el Examen de Madurez de la Universidad de Salamanca, ciudad a la que nos tuvimos
que desplazar para realizarlo.
Y reciente aún la notificación del aprobado, con todo
lo necesario para viajar a Barcelona, una madrugada de julio cogimos el tren
mis padres, mi hermana pequeña y yo. Confieso que la ilusión que llevaba encima
y la emoción que me llenaba completamente el corazón y la mente, hicieron que,
de momento no sintiera pena de dejar el barrio del Duero y la compañía de
quienes habían sido testigos de mis aventuras en él, así como aquella bendita
casa de los tres balcones desde los que veía el puente, la muralla y las
entrañables siluetas de las principales iglesias de la ciudad que se
desparramaban empinadas sobre las almenas hacia el oeste para culminar en la
Casa del Cid y la Catedral, inolvidable estampa compuesta de su torre cuadrada
cuajada de misterio y su bello cimborrio, equiparable por su volumen y suavidad
de formas a un seno de mujer que desafiaba al cielo; aquel venerable hogar
donde había sido tan feliz junto a los míos. La añoranza de todo eso podía
esperar.
Aquel viaje en tren, iniciado bajo la poesía de un
amanecer anhelado, cargados los cuatro de maletas e ilusiones, nos llevó en un
primer trayecto, hasta el nudo ferroviario de Medina del Campo. Aún veo el
rostro sonriente de mi padre pasándome la bota de vino que acompañaba las
viandas que llevábamos para alimentarnos durante todo el trayecto, trayecto que
prometía ser tan largo como lleno de incentivos emocionales. Mi madre y mi
hermana pequeña sonreían viendo cómo el vino se me torcía en la boca y se
derramaba barbilla abajo hasta pintar de morado el cuello de mi camisa.
Reanudado el viaje, los paisajes nos veían pasar y parecían alegrarse con
nuestra alegría mientras los oteros bailaban sin agitar sus faldas y las casas
de los pueblos corrían a reunirse al pie de su iglesia parroquial como pollitos
en torno a su mamá gallina. En algunas estaciones importantes seguían subiendo
al tren nuevos viajeros, y en Zaragoza acabaron de llenarse los huecos que aún
quedaban en los pasillos y las plataformas. Entonces vivimos en nuestras
propias carnes el movimiento imparable de la inmigración. Mi padre decía que
aquellos tiempos eran buenos para que la gente joven, con escasas posibilidades
de encontrar futuro en su pequeña ciudad de provincias, cambiara de aires en
otros lugares donde lo hubiera; y citaba especialmente tres: Madrid, el País
Vasco y Barcelona. Y hacia Barcelona íbamos en aquel tren de la ilusión y la
esperanza, pese al ruido de maderas y hierro, dolores de espalda y posaderas,
humo y carbonilla.
Por fin llegamos a nuestro destino cuando ya la poca
luz que le quedaba a la tarde empezaba a dar señales de decaimiento sobre la
gran estructura metálica de estilo modernista de la Estación de Francia, y
nosotros cuatro estábamos a punto de desfallecer de cansancio. Cansancio que
desapareció como por arte de magia ante la vista de mis cuatro hermanos
mayores, que nos esperaban en el andén para conducirnos a lo que sería nuestro
nuevo hogar en Barcelona.
Es indescriptible lo que sentí cuando pisé por primera
vez las calles de la ciudad que ya amaba con todo mi ser. Y la primera, cuyos
influjos vivos sentí sobre mi persona fue la avenida del Marqués del Duero
(vulgo Paralelo), llena a aquella hora de febril movimiento de coches, bocinas
y ruidos de todas clases que ahogaban las voces de los transeúntes, que bajaban
y subían por ambas aceras o aguardaban a que los semáforos encendieran sus
luces verdes para cruzar la magnífica arteria viaria. Arteria habitada
animosamente por cines, cafés, teatros, restaurantes, que a nuestro paso iban
encendiendo sus luces de neón como si fueran versos que se iban añadiendo al
gran poema vivo de la avenida.
Y ahora vuelvo a aquel día de la aventura en el metro,
cuando caminaba hacia él por la avenida del Marqués del Duero aquel día de
octubre en que empezaban las clases de la Universidad. La lluvia, que había
dado una tregua a la ciudad, empezó a caer de nuevo, y, al llegar a la boca del
metro de España, estaba hecho una sopa. Pero ¿qué era aquella lluvia, propia de
la estación en que nos encontrábamos todos los barceloneses, frente a la
hermosa ilusión que estaba viviendo yo, sólo yo, un flamante universitario que
iba a encontrarse con su destino? Así que, decidido, bajé la escalera de la
estación y al momento me sentí arrastrado por un río de gente en un corredor
lleno de letreros indicadores y bocas de otros pasillos por donde entraban y
salían viajeros sin cesar. Instantáneamente, comprendí que me había convertido
en un nuevo Teseo en medio de un laberinto vivo, trepidante y aventurero y que,
si no me espabilaba pronto, acabaría perdido en alguna de las innumerables estaciones
con que contaba la red metropolitana y cuyos nombres nada me decían, salvo las
cuatro que había aprendido de memoria: España, Rocafort, Urgel y Universidad.
Y, casi sin darme cuenta, me vi dentro del vagón del
metro, con docenas de personas que, como yo, se dirigían a su punto de destino.
Llegó la primera parada y, entre la nube de cabezas que me acompañaban, pude
leer el letrero de la estación: Hostafranchs. Me puse a pensar alocadamente
hasta poder concluir que aquélla no era ninguna de las mías. Y caí en las redes
de los nervios. Me hallaba en medio del vagón y reaccioné como pude abriéndome
paso entre disculpas y perdones en dirección a la puerta. Pero me quedé a medio
camino, absolutamente desolado y viendo cómo la puerta volvía a cerrarse y el
tren continuar su marcha inexorable. Debía hacer algo y rápido. Evidentemente me
había subido en un tren que iba en dirección contraria a la mía; así que decidí
apearme en la siguiente estación y allí encontrar la solución a mi problema. De
modo que en Sants abandoné el vagón junto con otros viajeros, que siguieron su
camino hacia la salida. Y allí me quedé, en medio del andén, mirando a un lado
y a otro, en busca de algún letrero o, mejor todavía, alguna persona que me
ayudara a encontrar la vía contraria.
Ahora sé que aquel era mi día de suerte pese a todo lo
que estaba ocurriéndome, porque en pocos segundos por la escalera descendió una
chica aproximadamente de mi edad que, al pisar el andén, vino resuelta a mi
encuentro. Debí de parecerle la persona más desvalida del mundo porque
enseguida me miró a los ojos para preguntarme si me había perdido. Era una
joven de gestos seguros y de una belleza serena, con ojos color de oliva y una
melena negra que le llegaba a mitad de la espalda. Le respondí asintiendo con
la cabeza porque no logré articular palabra alguna. Al fin pude decirle, aunque
sin poder evitar los titubeos, que quería ir a Universidad y no sabía cómo
hacerlo. No sólo me tranquilizó con una sonrisa celestial, sino que, haciendo
de providencial Ariadna, me sacó de aquel laberinto primero acompañándome
escaleras arriba hasta el vestíbulo de la estación y luego situándome al pie de la escalera por la que se accedía al andén dirección Fabra y Puig.
En aquel
momento no me arrepentí de no haber usado más aquel modo de viajar por
Barcelona a través de su claustrofóbico vientre, en la larga y solitaria
oscuridad de los túneles, cuando la belleza de la ciudad está en la claridad
que baña su rica superficie. A veces, cuando pasaba por la boca de un metro y
veía aparecer a la gente por ella, no sé por qué se me despertaba un
sentimiento de piedad hacia aquellas personas que parecían provenir aliviados
de un mundo desconocido y lleno de sobresaltos. Prefería desplazarme a pie en
los trayectos cortos para que no se me escapara nada, y cuando el desplazamiento
era considerablemente mayor, tomaba el tranvía, que me permitía la doble
ventaja de viajar cómodamente y admirar la belleza variada de sus bulevares,
edificios y monumentos.
Y volviendo a mi Ariadna particular, no fue ésa, la de
mi pérdida en el metro, la única vez que la vi. Y ahí reside el meollo de mi
aventura, porque algunos días después, un domingo por la mañana, volví a
encontrarla en el Mercadillo de los Libros de San Antonio. Esta vez fue ella
quien me descubrió buscando algunos libros de poesía de la colección Laurel que había
iniciado hacía poco. Al verla de nuevo, me olvidé de los libros y me quedé
mirando como un tonto sus ojos color de oliva. Nos reímos. Luego, por romper el
hielo, le pregunté qué libro estaba buscando. Me dijo que uno, que cualquier
novela de Jane Austen. Yo acababa de ver Emma
en otro puesto de Mercadillo y me alegré de poderla ayudar. Le dije que la
acompañaría hasta el lugar donde había visto la novela de Austen. Volvimos a
reírnos mientras nos encaminábamos hacia el puesto. Pero ella, a medio camino,
me dijo que prefería tomar juntos un vermut en el bar de la esquina. Y acabamos
sentados en la terraza del bar. La gente subía y bajaba por delante de
nosotros, sin que le prestáramos la menor atención. Entre nuevas risas
recordamos los dos nuestro encuentro en el andén del metro de días atrás. y
acabamos saliendo juntos al domingo siguiente. Y hasta hoy. Han pasado
cincuenta años. Y seguimos casados. Pero eso es
otra historia.
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