martes, 25 de marzo de 2014

MEMORIAS DE UN JUBILADO. DE VIAJES EN TREN





DE VIAJES EN TREN

La presencia del tren en mi vida es algo que debo considerar seriamente pues de otro modo me comportaría como un auténtico desagradecido. Los trenes de mi infancia eran de pequeño recorrido pero de grandes emociones. El primero me llevó de Zamora a Medina del Campo, comida a bordo incluida, tortilla española y carne empanada. Recuerdo que mi padre llevaba también una bota de vino y que por primera vez tenté el cuero en alto y me manché de vino la camisa. 
Aunque la forma de viajar en tren sea diferente dependiendo de la comodidad y rapidez del mismo, el fondo siempre es el mismo: la imaginación que vuela paralela al paisaje de allende las ventanillas, el gusto de viajar, de conocer otros mundos, otras gentes, y el placer de compartir un espacio que rueda sobre unos raíles hacia un mismo destino y en un mismo tiempo. Y el cosquilleo interior al partir y al llegar.
A veces los viajes en tren se deben a motivaciones diferentes que van desde la alegría más completa a la tristeza más amarga, como ocurrió en el verano del sesenta y ocho en que una noticia luctuosa acababa de llegar a casa. Un tío mío, hermano de mi madre, tras padecer una enfermedad incurable, estaba agonizando en una habitación del Hospital de La Paz, de Madrid, y se temía que de un momento a otro abandonara este mundo. Y como el único de la familia que estaba disponible era un servidor, tuve que acompañar a mi madre a lo que parecía acabar en el entierro de su hermano pequeño.
Entonces se daba la circunstancia de que mi madre se había quedado viuda dos años antes y la sempiterna guerra que había mantenido siempre con su delicado corazón, se agravó desde entonces con frecuentes ataques que la ponían al borde de la muerte y que sólo el cardiotónico recetado por el médico había logrado aliviarla hasta el momento. Así que provistos de la milagrosa medicina y de todo lo necesario para pasar una noche entera en el tren y el día del entierro en la capital de España, cogimos un convoy nocturno en la Estación del Norte. Durante aquella noche apenas pudimos pegar ojo ninguno de los dos: mi madre, por el disgusto que llevaba encima, y yo, por tener que estar pendiente de que a ella no le diera uno de sus temidos ataques al corazón y de que si le daba ponerle remedio a tiempo. Así que intentaba distraerla con conversaciones que nada tenían que ver con el luctuoso suceso, hablándole de mi novia, del colegio…, pero ella no hacía más que repetir, entre suspiro y suspiro, esta única idea:
--¡Pobre hermano mío! Ahora que ha encontrado un trabajo duradero, ahora que acaba de comprar una casa donde puede reunir a toda su familia y empezar juntos una nueva vida, se muere. ¡Pobre!
 Y mientras escuchaba sus temblorosas palabras, yo palpaba el cardiotónico alojado en mi bolsillo y recordaba a mi tío, moribundo en aquellas horas, en otros momentos agradables de su vida, cuando era Guardia Jurado en Medina del Campo y alguna vez nos iba a visitar a Zamora; recordaba que, todavía niño, me reía hasta no poder más escuchándole sus enrevesados trabalenguas, como el más famoso de todos que decía: “Oiga, compadre Guerra, ¿por qué le pegado usted con la porra de parra a la perra de Parra? Porque si la perra de parra no hubiera mordido al compadre Guerra, el compadre Guerra no hubiera pegado con la porra de parra a la perra de Parra…”
Trabalenguas que, mientras cruzábamos la noche española a bordo de aquel tren para enterrarlo, adquirían una solemnidad tan contundente que me hicieron saltar las lágrimas. Logré que mi madre no las viera y así no aumenté más su tristeza. El tacatá monótono del tren y el olor de carbonilla que de vez en cuando entraba en el compartimento eran una compañía tan efectiva como el cardiotónico que llevaba en el bolsillo.
Amanecía cuando llegamos a la estación de Chamartín. Desayunamos un café con leche y una pasta en el bar y luego salimos a la calle para coger un taxi que nos llevara al centro hospitalario donde mi tío habría muerto ya a aquellas horas.


  


Cuando las motivaciones del viaje son totalmente opuestas, la alegría y la sorpresa nos aguardan a la vuelta de cualquier esquina y con el simple paso de las horas. Como cuando volvimos a Madrid para pasar los primeros días de un otoño inolvidables. A la romántica luz de esa estación del año todo, desde las fachadas hasta el cielo, pasando por los árboles y los tejados y remates de los edificios más emblemáticos de la ciudad, parece recién estrenado. Da gusto pasear bajo esa claridad suave y serena, y las conversaciones de las gentes que se cruzan con nosotros en las aceras y el rodar de los coches por las vecinas calzadas componen la mejor sinfonía de todas, la que canta en el corazón y alumbra el alma. La comida tranquila en un lugar del casco viejo y el posterior paseo por el Retiro para distraer la vista y ayudar a una buena digestión se convierten en dos de los placeres cotidianos ineludibles.
Sean las que sean las motivaciones del viaje, es conveniente acompañarse de un buen libro. Yo siempre lo hago. Sería muy largo y nada propio de este momento hacer una lista de libros, entre sí diferentes, amenos, reflexivos. Pero sí me referiré a uno que se comportó como un buen amigo: La colina de los chopos,  de Juan Ramón Jiménez. Los Aforismos, acompañados por la música monótona del tren, se convertían en la lectura más idónea. “Suelo confundir la mujer desnuda con la muerte” (un escalofrío). “Lo bello da a la vida una ‘eternidad suficiente y verdadera’ que acaba bien con la muerte” (una sorpresa). “Quiero ser, a un tiempo, la flecha y el punto donde se clava… o se pierde” (otro escalofrío). “¡Quién tuviera, con una buena memoria, un buen olvido” (otra sorpresa).
Nos apeamos mi madre y yo del taxi delante de la puerta del Hospital, en una de cuyas habitaciones hacía poco que mi tío Tano había muerto. Según nos dijo su desconsolada  viuda, el triste desenlace había tenido lugar en las primeras horas de la madrugada. El hombre que me había hecho reír más de una vez con simpáticas ocurrencias y divertidos trabalenguas yacía tendido sobre la cama en que había muerto y aún su cuerpo estaba tibio. Yo temía que a mi madre, en cuanto viera a su hermano de aquella guisa, le diera uno de aquellos temibles ataques al corazón. Pero no fue así; al contrario, ante mi sorpresa, ayudó a la viuda a desnudar al muerto y a ponerle la ropa del entierro. Me sorprendió la flexibilidad que aún mantenían los brazos y las piernas del cadáver en un momento en que ayudé a las dos mujeres a meter sus piernas en los pantalones. Acabamos de vestir al muerto y esperamos a que un celador llegara para llevárselo al depósito. En el intervalo se presentó mi primo Tomás, que acababa de llegar en tren desde Valladolid. Los dos bajamos en el montacargas con el celador y el cadáver de nuestro tío hasta la planta fría, mal alumbrada y silenciosa donde se abrían las cámaras de los depósitos. En una de ellas, sobre una plataforma de cemento, el celador dejó el cadáver y se marchó. Oí cómo se alejaba el rodar de la litera. Allí abajo noté con claridad la crueldad impía de la muerte. Pero sólo duró hasta la llegada de las dos mujeres. A mi tía le faltaban los papeles de la funeraria y tuvimos que encargarnos mi primo y yo de resolver el problema. Había que pasar antes por el piso de Entrevías a coger unos documentos y con ellos volver a la agencia funeraria para encargar el féretro. Antes de salir, me acerqué a mi madre y le pregunté si se encontraba bien porque notaba cierto temblor en sus labios. Y como me contestó que estaba bien, que no me preocupara por ella y fuera a arreglar el entierro de Tano, salí del Hospital en compañía de mi primo camino de la primera boca de metro. El tren subterráneo iba a aquellas horas de la mañana atestado de gente y entramos en el vagón como pudimos. Viajábamos sin decirnos nada hasta que mi primo me preguntó por mis hermanos; correspondí a su interés preguntándole por los suyos. La gente, adormilada, apenas hablaba tampoco; así que el murmullo en sordina de los escasos diálogos y el ruido continuo del tren en movimiento componían la única sinfonía de aquella mañana gris y triste.
La zona donde se levantaba el edificio de pisos donde había comprado el suyo mi tío aún aparecía sembrada aquí y allá de cascotes y residuos de las obras. Y cuando abrimos el pìso, se me cayó el alma al suelo al verlo sucio y polvoriento y con varias cajas sin aún desembalar repartidas por varias estancias. Como nos había dicho mi tía, los documentos se encontraban en la cocina, dentro de un tarro de legumbres. Los cogimos y, echando la misma mirada de lástima a lo que dejábamos allí dentro, desanduvimos el recorrido anterior hasta la estación de metro de origen. Allí cruzamos de acera para acercarnos a la funeraria. Arreglamos los trámites y volvimos a los depósitos del Hospital.
Allí, en la cámara donde estaba nuestro querido muerto, me esperaba algo que me temía. Mi madre estaba sentada en un sillón con la cabeza para atrás, las piernas temblorosas, suspirando y poniendo los ojos en blanco, tal y como se ponía cuando le daba uno de sus terribles ataques , mientras mi tía le cogía por las manos e intentaba tranquilizarla susurrando palabras de cariño en su oreja.
--Deja, tía—le dije mientras cogía a mi madre por la nuca y sacaba del bolsillo el cardiotónico--. Tomás, tráeme un vaso de agua, por favor.—Cuando mi primo me lo trajo, eché en él unas gotas del frasco milagroso y lo arrimé a los labios de mi madre, que todavía temblaban lo mismo que sus piernas. A los pocos minutos empezó a calmarse.
A media mañana aparecieron dos empleados de la funeraria con el féretro y de nuevo temí que mi madre sufriera otro ataque. Gracias a Dios no fue así y, cogida del brazo de su cuñada, asistió a la operación rutinaria de los funerarios (descorazonadora para sus familiares) de alojar al cadáver en la caja que lo acompañaría a la tierra. Vi que el cuerpo de mi tío estaba completamente rígido y, antes de que le pusieran la tapa al féretro, me acerqué a besarle la frente, que estaba absolutamente gélida. Una tristeza indescriptible me hizo temblar de pies a cabeza y no pude evitar que se me escaparan dos lágrimas enormes.




¡Qué diferente la sensación de la noche del premio! No cabía en mi cuerpo de lo alegre y satisfecho que estaba de mí mismo en aquella mesa ocupada por personas que la única preocupación que tenían era estar pendiente de que nada nos faltara a mi mujer y a mí. La cena transcurrió entre comentarios que elogiaban la buena comida y la buena literatura. El periodista que estaba sentado frente a mí sacó a colación la opípara y abundante comida que se sirvió en las Bodas de Camacho del Quijote y el vecino, a petición del anterior, recitó La cena, de Baltasar del Alcázar, “En Jaén, donde resido, /vive don Lope de Sosa / y diréte, Inés, la cosa / más brava de él que has oído…” Los aplausos sonaban por doquier con la misma fuerza que las risas. Cualquier tema que se tocara aquella noche de fiesta en la que reinaban la euforia y el rioja era bien venido, y la risa y el buen humor ponían el resto. Y sabedores de mi oficio, pidieron que expresara mi opinión sobre el absentismo escolar, problema que por entonces se había convertido en  galopante. Dije lo que pensaba y era que parte de la culpa la tenían los propios padres de los alumnos, que pasan la mayoría del tiempo fuera de casa y acostumbran a sus hijos a lo que se ha dado en llamar últimamente la técnica de la llave al cuello y la soledad del domicilio. Y con estos ingredientes era fácil ver a los chicos y las chicas en edad escolar desentenderse de sus responsabilidades más cercanas (una de ellas la de no asistir siquiera a las clases) con el único objeto de llamar la atención de sus despistados progenitores. Y acabé confiando en que éstos se den cuenta de su error antes de que sea demasiado tarde. Hubo comentarios de todo tipo, pero la aparente seriedad del tema pasó a segundo término en cuanto los dueños del restaurante levantaron sus copas para brindar por todos los que un día, tras pasar esos años difíciles de la adolescencia, lleguen a escribir relatos como el ganador del premio elogiando la presencia de una buena receta culinaria para hacer mejor la vida.
La fiesta acabó pasada la medianoche, y en un taxi, sin podernos creer lo que estábamos viviendo, regresamos al hotel con el dinero del premio, la cesta con productos alimenticios y la veintena de libros, por un Madrid románticamente iluminado que parecía rendirse a nuestros pies. La vida era un camino de rosas, pese a ser otoño en Madrid.
Nada tenía que ver con lo que vivimos aquel verano del 68  mi madre y yo en aquella misma ciudad que nos mostró su peor cara, la cara de la tristeza y de la muerte. A mi tío Tano lo enterramos en el cementerio de La Almudena, a pleno sol, en una fosa con paredes de ladrillo. Mientras el féretro con los restos de mi tío era descendido por los empleados de la funeraria haciendo rodar las cuerdas entre sus manos, con las mías aguantaba el cuerpo de mi madre que amenazaba derrumbarse de un momento a otro entre espasmos y temblores. Pero gracias a Dios no tuve que recurrir al cardiotónico.
Como el tren de vuelta a Barcelona salía a media tarde, mi madre y yo acompañamos a mi tía al piso de Entrevías que aún no había podido estrenar y, tras comer algunas cosas que compramos en una tienda del barrio, las dos mujeres se acostaron un rato en los colchones que había en una habitación. Yo me senté sobre una caja del comedor y abrí  La colina de los chopos por una página que tenía señalada.  “Estábamos hablando hace un instante: ‘Dentro de 20 años, cuando yo tenía 45…’ Y de pronto, malestar, menos cuerda, una luz y una sombra que huyen, la mano por los ojos: y sin saber cómo nos encontramos diciendo: ‘Hace 20 años, cuando yo tenía 45…’ Y ¿ qué es lo que ha pasado mientras tanto, en ese dudoso, incogible, incomprendido instante? Nada, eso, tiempo.” Ya no pude dormirme, descansar un poco de aquellas horas tan agobiantes y demoledoras. A pesar de mi juventud (hacía poco que había cumplido veinticuatro años), sentí todo el peso del tiempo y de la vida sobre mis espaldas y noté que algo se rompía en mi interior, como si el tapiz de la confianza en la existencia humana se hubiera rajado de repente. No podía quitarme de la cabeza la muerte de mi tío Tano, que, joven aún, había luchado y trabajado solo, a destajo y lejos de los suyos, una mujer y dos niños pequeños, para hacerse con un piso donde empezar una nueva vida todos juntos, y todo se lo había llevado de un soplo el tiempo, la muerte quiero decir, que a veces es lo mismo.








Y había sucedido allí, en Madrid, hacía más de treinta años de este otro viaje, tan diferente, a la misma ciudad para recibir un premio, bajo una luz otoñal y sagrada que lo hacía todo más duradero y feliz. Camino de la estación de Atocha, pensaba en todo eso, en que la vida es un tren que a veces lleva a los viajeros a estaciones oscuras, llenas de presagios y tristezas, pero otras los lleva a estaciones amables, llenas de esperanzas y alegrías. Y al pasar por delante del monumento al viajero, en el Jardín Tropical, justo antes de bajar a los andenes para coger el tren que nos llevaría de vuelta a Barcelona, ante aquellas maletas solitarias, aquel sombrero huérfano, aquel paraguas sin abril, hice posar a mi mujer delante del monumento para habitarlo de vida en mi cámara de fotos. Y también para no olvidar ninguno de aquellos otros viajes, tan separados unos de otros por los años y las razones.

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