A Lolo y Amalita, amigos siempre.
Desde casa veía sus dientes mellados nada más salir a cualquiera de nuestros tres balcones y mirar hacia el frente, por encima del Puente de Piedra, que, airosamente abría sus 16 arcos apuntados al paso del río y salvaba con tajamares y prevenía con sus correspondientes aliviaderos la embestida impetuosa de sus aguas, que iban camino de los agrestes Arribes y posteriormente morían repetida y mansamente en el amplio estuario de Oporto.
La muralla se
extendía valiente y desafiante, orgullosa de su pasado, hacia la izquierda de
la mirada y sostenía, entre otras visiones de piedra histórica y sagrada, las
iglesias de San Ildefonso o el Convento de las Marinas, el palacio de Arias
Gonzalo, también llamado Casa del Cid, y la Catedral, con sus dos edificios milagrosos: la
torre cuadrada, seria, mágica del Salvador, con su juego de ventanas y campanas
en disminución de tres a una, y el cimborrio de escamas de piedra, suave y
redondo como el pecho de una mujer.
Precisamente
fue una mujer, la reina doña Urraca, quien, al ver a su ciudad sitiada por el
ejército de su hermano el ambicioso don Sancho, comandado por Rodrigo Díaz de
Vivar, más conocido como el Cid, le recriminó su mala acción recordándole otros
tiempos felices en que había sido armado caballero en Santiago, iglesia cercana
a la muralla, por la parte más occidental, la perteneciente al Castillo.
Recuerdo la emoción y la solemnidad con que nos recitaba el maestro las
palabras de la reina de Zamora, dirigidas al Cid, conservadas para siempre en
el Romancero, para que nunca las olvidáramos:
“Afuera, afuera, Rodrigo,
el soberbio castellano,
acordarte deberías
de aquel buen
tiempo pasado
cuando fuiste
caballero
en el altar de
Santiago,
cuando el rey fue
tu padrino
y tú, Rodrigo, el
ahijado;
mi padre te dio
las armas,
mi madre te dio el
caballo,
yo te calcé las
espuelas
porque fueras más
honrado:
pensé casarme
contigo,
no lo quiso mi
pecado;
te casaste con
Jimena,
hija del conde Lozano:
con ella hubiste dinero,
conmigo tendrías estado
porque si la renta es buena,
mucho mejor el
estado.
Bien te casaste,
Rodrigo,
mejor te hubieras
casado;
despreciaste hija
de rey
por tomar la de un vasallo.”
Jamás
las he olvidado, como tampoco la reacción del Cid, que, dolido por las palabras
de doña Urraca, se dirigió a sus guerreros de esta manera:
“-Afuera, afuera los míos,
los de a pie y los
de a caballo,
pues de aquella
torre mocha
una flecha me han
tirado.
No traía asta de
hierro,
el corazón me ha
pasado,
ya ningún remedio
siento,
sino vivir más
penado…”
La
muralla de Zamora, algunos de cuyos retazos han sobrevivido a medias a la
insensible piqueta municipal, y al tiempo, que no entiende de remodelaciones y
planes urbanísticos, sigue rezumando recuerdos de aquel asedio de que fue
objeto el Ojito del Duero, nombre primigenio de la ciudad de mi alma. Y cada
vez que de niño me acercaba a las almenas que dan al norte, las que limitan con
el Castillo y cercan sus jardines perfumados y silenciosos, propios de
enamorados y solitarios que buscan la soledad y el sosiego, y mis pasos
llegaban finalmente al legendario Portillo de la Traición, cercano a la
iglesia de San Isidoro, volvían a mí las
palabras y los versos del maestro referidos al hecho más luctuoso del sitio de
Zamora. Aquellos que relatan el modo tan traidor que empleó un gallego afincado
en la ciudad llamado Bellido Dolfos para matar al rey don Sancho mientras hacía
lo que nadie podía hacer por él. Y eso
que desde las murallas el bueno de Arias Gonzalo, como alcaide de la ciudad, ya
había avisado al monarca sitiador sobre el peligro que corría si hacía caso a
Bellido:
“Rey
don Sancho, rey don Sancho,
no
digas que no te aviso
que
del cerco de Zamora
un
traidor había salido,
llámase
Bellido Dolfos,
hijo
de Dolfos Bellido,
que
si fue traidor su padre,
más
traidor será su hijo…”
El caso fue que el traidor tentó al rey, que ya andaba muy preocupado por la tardanza de la ciudad en rendirse a su asedio (a propósito de ello, se hizo célebre el dicho de que “Zamora no se ganó en una hora”), diciéndole que conocía un sitio por donde entrar en la ciudad y ganarla brevemente. El Rey se dejó engañar y, cuando más distraído estaba haciendo sus necesidades, Bellido Dolfos lo apuñaló por la espalda.
En mi
imaginación de niño veía aún en la madera del Portillo el agujero que dejó la
lanza del Cid en su persecución del cuerpo de Bellido Dolfos, que acabó
refugiándose al otro lado de la puerta. Los agujeros que hay ahora son meras
huellas del tiempo, pero la historia sigue dejando sus ecos de lealtad, desafío
y sangre. Pues tras esa muerte alevosa del Rey don Sancho a manos del traidor,
el castellano Diego Ordóñez, retó a todos los moradores de la ciudad tras
tildarlos de traidores con aquellas terribles palabras que aún resuenan en mi
memoria:
“Yo
vos reto, zamoranos,
por
traidores fementidos.
¡Reto
a mancebos y viejos,
reto
a mujeres y niños,
reto
también a los muertos
y a
los que no son nacidos!”
A lo
que Arias Gonzalo, para vengar tal ultraje, respondió mandando al Campo de la Verdad a sus tres hijos, Fernando,
Nuño y Pedro, que encontraron honrosa muerte, si bien este último logró herir,
antes de morir, al caballo del orgulloso castellano, que no pudo evitar que el
maltrecho corcel, desbocado, lo sacara de los límites del Campo, concluyendo
así el deslenguado desafío y dando por vencedores a los zamoranos.
A
mitad de la que hoy es la Rúa
de los Francos, se encuentra aún en pie lo que queda de la Puerta del Mercadillo, por
donde salieron hacia la muerte los tres hijos de Arias Gonzalo; luego sigue la
muralla su atropellado camino hacia el este para, una vez pasada la Puerta de
San Martín (la fuente continúa manando como antaño su fresca agua), abrirse de nuevo
hacia el barrio de San Lázaro por la Puerta de San Bartolomé que los zamoranos conocemos mejor como el
Arco de doña Urraca, portillo flanqueado por dos cubos de sillares
milagrosamente conservados. Y viendo esta romántica puerta en mi memoria, no
puedo evitar recordar la procesión del Lunes Santo por la alta noche que
desfila solemne bajo el arco de medio punto y, entrando en la Plaza de la Leña, deja en los fieles
espectadores, arrimados en silencio a las fachadas de las casas, reflejada en
sus ojos y en su actitud afligida la triste emoción de ver transportado al
Cristo de la Buena Muerte
a hombros de los cofrades. ¡Ay los Cristos de la Semana Santa zamorana! Ya no
dejarán de mostrar su Pasión, Muerte y Resurrección por las calles y plazas más
antiguas de Zamora. El día anterior lo había hecho montado en La Borriquita entre palmas
y ramos de bienvenida, y sólo unas horas antes de ese mismo Lunes aparecía
caído bajo el peso de la cruz, seguido unos metros más atrás por la Virgen de la Amargura, obra y gracia
de mi vecino Ramón Abrantes, cabeza y manos dolorosas, sostenida por un
miriñaque y vestida de luto riguroso.
Pero,
ausente a todo eso, continúa la muralla su recorrido por el Barrio de la Lana (y otras costumbres
humanas tan viejas como el mundo), elevándose sobre la carretera de la Circunvalación
hasta el extremo oriental de la ciudad bien cercada, hoy sin apenas huellas de
la antigua muralla, donde la piqueta la ha cambiado por edificios y plazas
modernas y la llamada Ronda de San Torcuato, avenida en arco, prolongada hacia
el río por la Avenida de Portugal. A este enorme arco desembocan, entre otras,
las dos flechas vivas más importantes de Zamora: las calles de San Torcuato y
la de Santa Clara (esta última, paseo y lugar de cita para nuestros amores
juveniles). Ambas calles poseían sus respectivas Puertas, especialmente bella
la de Santa Clara, también llamada Puerta de San Miguel.
A la vista del Puente de Hierro, el río, sus azudas, sus verdes islotes y sus aceñas, barcos de piedra que navegan inmóviles, la muralla de Zamora da la vuelta, justo en la Puerta de San Pablo, en su recorrido hacia la Catedral, mirando de nuevo al sur, a mi querido barrio de Cabañales, a aquellos tres balcones de mi casa desde los que yo solía verla desde niño, acompañado muchas veces de mi padre, que me enseñó a ver y conocer la silueta de las iglesias y otros emblemáticos edificios que la acompañan, desde el Seminario o La Horta hasta la Catedral, pasando por Santa Lucía, San Cipriano (templo cercano de lo que queda de la Puerta de San Cebrián), el Colegio del Amor de Dios, adonde iba de pequeño, no sin oír de labios de mi madre la simpática y tierna recomendación, en los días de mucho viento, de que me metiera en los bolsillos piedras para no salir volando al cruzar el Puente de Piedra, colegio donde cambié mis guantes por una pluma con uno de mis condiscípulos; San Ildefonso, Las Marinas o la Casa del Cid, a cuyos pies se abre aún la Puerta Óptima o del Obispo, llamada así por la cercanía del Obispado, o de Olivares, porque conducía al barrio del mismo nombre, de cuyo templo parroquial, San Claudio, salía y sale el famoso Cristo de las Capas, un Cristo del Siglo de Oro, barroco y solemne, muerto y solitario como pocos, que abría las carnes a la fervorosa gente que se agolpaba en la cuesta de Olivares para verlo pasar crucificado en una cruz levantada sobre una calavera y unos cardos, mientras las carracas destempladas y el melancólico bombardino rompían la noche del Miércoles Santo por su corazón más alto.
Desde la Puerta Óptima, coronada por una almena aislada como el diente de un gigante, se divisa el paso lento y majestuoso del Duero, y al otro lado el macizo verde y fresco del soto de San Frontis, barrio a cuya iglesia parroquial regresa el Martes Santo por la noche el Cristo de San Frontis con la cruz a cuestas, imagen que, momentos antes, justo a la salida del Puente de Piedra, delante de mi plaza de Belén, en la bifurcación de las carreteras de Salamanca y Fermoselle, se despide de la Virgen de la Esperanza, su compañera de recorrido penitencial.
Y entre Olivares y el soto, volcados en mitad del río, pueden verse aún algunos tajamares del que fuera el Puente de San Atilano, llamado así en honor del obispo de Zamora que un día, inseguro de su mandato, abandonó la sede episcopal por dicho puente y, arrojando al agua su anillo, juró no volver a ocuparse de su grey hasta que su anillo regresara a su dedo. ¡Cuántas veces oí al maestro contar la leyenda de San Atilano y cuántas la he recordado con emoción, especialmente el desenlace de la misma con el regreso triunfal del Obispo, tras encontrar casualmente un día su anillo episcopal en el vientre de un barbo del Duero mientras lo limpiaba para guisarlo! Y es que Zamora, pese a su historia de guerras y asedios constantes, es tierra de milagros y algunos relacionados con el signo de Piscis, como el barbo de San Atilano, que acabamos de ver, o la trucha de Santa María la Nueva, que dio lugar al motín de su mismo nombre, según el cual la gente del pueblo incendió el templo donde se habían reunido unos cuantos nobles provocándoles la muerte, mientras que por una rendija del ábside escapaban del fuego las sagradas formas para refugiarse en un convento vecino. Todo porque a un noble se le antojó una hermosa trucha de un puesto del mercado cuya compra ya había sido concertada por un humilde artesano.
Pegado al templo románico, con espadaña con nido de cigüeña (la mayoría de las iglesias zamoranas cuentan con su propia familia de cigüeñas), se encuentra el Museo de la Semana Santa, en plaza presidida por el monumento al Barandales, personalidad estelar que sigue abriendo, volteando las campanas que lleva atadas a sus muñecas, gran parte de las procesiones (“Tío Barandales, dales, dales…” / suena en el alma de los chavales, / mientras los pasos pasan solemnes / por las callejas viejas, perennes…).
El Museo contiene la mayoría de los pasos que desfilan durante esas memorables fechas, sin duda las más importantes y turísticas de la ciudad del Duero; de modo que con un mero aunque atento paseo por su interior, el visitante puede admirar las tallas y los pasos más emblemáticos de la Semana Santa, desde la Santa Cruz hasta la Redención, de Benlliure, cuyo rostro de Jesús se refleja en la patena de la cruz que lleva en sus hombros, pasando por el soberbio Caballo de Longinos, de nuestro gran imaginero Ramón Álvarez, de cuyas manos salieron muchos otros grupos escultóricos de la Semana Santa, como el Camino del Calvario (para los zamoranos, el Cinco de Copas, por la distribución de sus cinco figuras sobre la mesa: en el centro, Jesús con la cruz a cuestas, y en las cuatro esquinas, tres soldados romanos y el sayón que porta la cuerda atada al cuello del Nazareno), La Caída, La Crucifixión, la Verónica o la Soledad. Otros pasos del Museo que merecen admiración son: La Oración en el Huerto, el Descendido, primera obra del citado Benlliure (recuerdo con entrañable emoción las palabras de mi padre llamándome la atención acerca del detalle del dedo de la Virgen enredado en el cabello del Hijo muerto) o el estremecedor Santo Entierro, obra del zamorano Aurelio de la Iglesia, discípulo de nuestro gran Ramón Álvarez, quien para ejecutar el Cristo muerto de la Urna se inspiró en el cuerpo de un ahogado en el Duero.
Unas horas antes otro Crrucificado, éste atribuido a Gaspar Becerra, y al que todos los zamoranos llamamos de las Injurias (la visión de sus ojos entreabiertos por la agonía y la herida de la lanza en el costado manando sangre conmueve al corazón más frío), recorría la ciudad sumida en absoluto silencio después de que los cofrades de la hermandad lo hayan jurado en el atrio de la Catedral ante el señor Obispo. Y a la noche del día siguiente lo hará el Yacente, de Gregorio Fernández, un Cristo muerto echado sobre unas andas que transportan a hombros los hermanos, subiendo y bajando por dos de las cuestas más empinadas de la ciudad: la de San Cipriano, que le llevará a la Plaza de Santa Lucía, y la de Pizarro, que lo conducirá camino de la Catedral, para luego seguir, en uno de los itinerarios más largos de toda la Semana Santa (no en balde es una de las procesiones más sentidas y esperadas por todos los que tienen la suerte de vivir la experiencia en ese momento en Zamora), por calles y plazas antiguas, como la Rúa de los Francos, San Martín, Carniceros, la Reina, Plaza Mayor, Cánovas o de Viriato, donde se cantará el Miserere en medio de un silencio y fervor profundos, y, finalmente, por Barandales, regresará al templo de Santa María la Nueva, en la plaza del mismo nombre, que es su sede habitual.
Toda esta tristeza, todo este dolor acumulados durante la Semana Santa, desaparecerá finalmente el próximo domingo, el de la Resurrección, cuando el último Cristo en desfilar por las calles de Zamora, el Jesús Resucitado de nuestro máximo imaginero Ramón Álvarez, que, saliendo de Santa María de la Horta a las nueve de la mañana, mientras suenan alborozadas todas las campanas de la ciudad y estallan en lo alto del cielo azul miles de cohetes, celebrando así juntos la buena nueva, Jesús avanza triunfante sobre una mesa llena de flores rojas. Porta en la mano izquierda una bandera encarnada y alza la derecha en señal de victoria, y de este modo recorre las calles que besan la muralla y luego sube la cuesta de Pizarro para entrar en la ciudad por San Ildefonso y acudir a la Plaza Mayor, donde tiene lugar su encuentro con la Virgen, que, saliendo a la misma hora de la misma iglesia de la Horta, ha subido la cuesta del Piñedo y recorrido otras calles hasta dar en la Plaza Mayor, donde le espera su Hijo triunfador de la muerte. Asisten juntos a una Misa y luego regresan a su iglesia por la Cuesta de Balborraz.
El alma de Ramón Álvarez se asoma un momento a la lápida que indica en una fachada de la cuesta que allí vivió para ver pasar a las dos imágenes, y luego, casi enseguida, a la vez que la ciudad da por terminada la Semana Santa, los más fervientes admiradores de sus tradiciones se mete entre pecho y espalda el plato más significativo del día: el Dos y Pingada… y una Tajada, que no es otra cosa que un par de huevos fritos, dos o tres magras de cerdo y una buena rebanada de hogaza de pan frita con el aceite de los huevos y la tajada de cerdo.
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