viernes, 27 de abril de 2012

EL ÚLTIMO OTOÑO DE BÉCQUER


Allí, delante de mí había unas cuantas octavillas más, grapadas y tituladas todas El último otoño de Bécquer. En la primera octavilla figuraban los autores y las obras de la biblioteca de doña Manuela Monnehay, madrina del poeta, biblioteca que, a partir de 1847, año en que perdió a su madre y fue recogido por aquella, frecuentó asiduamente:
 .-Chateaubriand: El genio del cristianismo, Memorias de ultratumba.
.-Hoffmann: Relatos fantásticos
.-Lord Byron: El peregrinaje de Childe Harold, Melodías hebreas.
 .- Alfred de Musset: Las noches, Lorenzaccio
 .-Víctor Hugo: Nuestra Señora de París, Las Orientales, Las hojas del otoño,      Los cantos del crepúsculo.
.-Espronceda: Poesías, El estudiante de Salamanca.
.-Lamartine: Meditaciones, Armonías poéticas y religiosas
Etcétera

En otra octavilla se especificaba dónde había conocido Bécquer a sus amigos.
 .- A Narciso Campillo en el Colegio de San Telmo de Sevilla en 1846. Dice el propio poeta que "con él escribí (con diez años yo y él con once) un espantable y disparatado drama: Los conjurados, que nuestros maestros hicieron representar en el Colegio."
 .- A Julio Nombela, también en Sevilla, algo más tarde (concretamente en 1853) "con motivo de publicarme un poema el periódico local La Aurora, cuyo director, José Luis Nogués, me lo presentó. Durante aquel año y el siguiente los tres empezamos a planear nuestra marcha a Madrid en busca de la gloria literaria. Todas las noches nos reuníamos en la buhardilla de Campillo para leernos lo que habíamos escrito durante el día; e íbamos guardando en una arqueta de madera los poemas que se aprobaban por unanimidad."
En realidad, yo había ido poniendo esas comillas a lo que yo creía que iban a ser en mi relato las palabras de Bécquer. De hecho, ya había concebido en mi mente parte de la historia, la cual, se iba a llamar precisamente El último otoño de Bécquer. En virtud de ello, en otra octavilla de aquellas yo había ensayado el principio de la narración del siguiente modo:
"Bécquer sabía que aquél iba a ser su último otoño, cuando durante unos cuantos días dio en recordar, no sabía cómo, aquel otro otoño, el primero, que vino a Madrid, cuando, dejando su natural Sevilla, se trasladó a la capital de España en busca de la gloria.
Cuando Bécquer llegó a Madrid, era otoño. Hojas muertas caían de los árboles como sus años, como sus ilusiones. En cuarto otoñal de la calle de Hortaleza el poeta descansa. Seis reales diarios le cuesta este silencio de miseria, esta luz hipotecada, este cubo de cinc para lavar sus sueños. Madrid, como cualquier otro lugar, era una montaña lírica inexpugnable. Las Rimas, como rocas de Sísifo, rodarían impotentes lágrimas abajo. No encontró un cadáver ilustre, como Zorrilla, para cantarle versos de campanas. Su corazón de niebla soñó inútilmente entre los pulmones deshechos por la tisis. El dolorido sentir de su romanticismo, sus Ofelias perdidas y sus sepultureros quedaron sin papel junto a la orilla de frágiles proyectos, junto a claustros húmedos y entre melladas dentaduras de castillos. En otras ciudades, como Soria o Toledo, perseguirá la gloria de igual modo, la gloria que devendrá rayo de luna o mano etérea pulsando los misterios de una ojiva. Sólo la paz de una estatua yacente, a la luz indecisa de una bóveda, le acercó sin miedo hasta el umbral de la querida muerte. La vida de Bécquer siempre fue una vida rota, una vida de otoño, como aquel otoño en que llegó a Madrid."

Dos años antes del viaje a Cataluña nadie habría dado un real por la vida del poeta. La enfermedad crónica de sus pulmones se le agravó por un virus venéreo que contrajo en una relación sexual poco clara. Alguna mujer de las Vistillas o Lavapiés que comerciaba con su cuerpo debió contagiarle una gonorrea tan galopante que a punto estuvo de llevárselo a la tumba. En los huesos se quedó Gustavo, y él que de por sí siempre fue delgado y enfermizo, a duras penas salió adelante. Siempre creyó que sólo la intercesión divina lo había logrado. Por aquel entonces releía Recuerdos y bellezas de España, del poeta catalán Pablo Piferrer, y había visto las páginas dedicadas a la Virgen de Montserrat y al agreste paraje donde se levanta el monasterio dedicado a venerar a la Moreneta. Creyó que igual que había ejercido su influjo benefactor en otras criaturas humanas, lo había hecho en su persona librándole de aquellas horribles calenturas que, efecto de tan vergonzosa enfermedad, a punto estuvieron de acabar con su vida a los 22 años de edad. Así que, decidió nada más verse de pie y con ganas de vivir, realizar un viaje a Cataluña para cumplir la promesa que acababa de hacerse a sí mismo al verse otra vez en el mundo de los vivos. Se lo dijo a unos amigos de Madrid y de todos ellos, que eran muchos, se apuntaron tres de los más fieles, Nombela, García Luna y Rodríguez Correa. Ni Campillo ni Ferrán pudieron acompañarle.
En las dos últimas octavillas yo había escrito cosas sobre lecturas y óperas favoritas de Bécquer; respecto de las primeras, cito sólo, por la importancia que tenía para él, el título de un cuento de Hoffmann que le tenía obsesionado: Las minas de Falún, y respecto de la música que le gustaba más, había dos óperas por las que sentía verdadera devoción: Lohengrin, de Wágner, y Lucía de Lammermoor, de Donizetti.

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