Hace cinco años Pablo dejó de ser quien era: aquel hombre valiente, fuerte y emprendedor que supo sacar adelante a una familia de diez miembros sólo con la lucha diaria de su trabajo y traerla a Barcelona desde su manchega tierra natal a principios de los sesenta. Quien lo viera ahora no podría imaginarse siquiera que un día levantó él solo una casa de cordel en horas nocturnas para proporcionar un techo a los suyos.
Pablo hizo de todo allá en su tierra: de albañil, de cosechero, de jefe de equipo en la refinería de Calvo Sotelo, en Puertollano… Aquí, en este último lugar sufrió su primera cornada de dolor. Una noche lluviosa y oscura que salía del trabajo apresurado para guarecerse del temporal, cayó en una zanja cuya presencia no advirtió a causa de la oscuridad, y cayó en tan mala postura que se le rompió la bolsa biliar. En el Hospital de la Fuente Agria estuvo internado más de un mes. Cuando al fin le dieron el alta y se disponía a dejar el Hospital, la persiana de la ventana de su habitación le golpeó la cabeza de modo tan desgraciado que le obligó a coger de nuevo la baja hospitalaria.
Esa fue la primera negra época de Pablo. Sin embargo, estaba escrito que de aquello tenía que salir, y así se cumplió, para bien y esperanza de todos, el dicho que dice que “Dios aprieta, pero no ahoga”. Y la familia salió adelante, y Pablo, con una cicatriz en el estómago con la forma de una hoz y doce puntos de sutura en la cabeza, volvió a doblar la esperanza sobre la tierra y el tajo, y con las manos y la mente puestas en alimentar y vestir a su mujer y sus hijas siguió sin pensar en otra cosa que no fueran las mujeres de su vida.
Pablo hizo de todo allá en su tierra: de albañil, de cosechero, de jefe de equipo en la refinería de Calvo Sotelo, en Puertollano… Aquí, en este último lugar sufrió su primera cornada de dolor. Una noche lluviosa y oscura que salía del trabajo apresurado para guarecerse del temporal, cayó en una zanja cuya presencia no advirtió a causa de la oscuridad, y cayó en tan mala postura que se le rompió la bolsa biliar. En el Hospital de la Fuente Agria estuvo internado más de un mes. Cuando al fin le dieron el alta y se disponía a dejar el Hospital, la persiana de la ventana de su habitación le golpeó la cabeza de modo tan desgraciado que le obligó a coger de nuevo la baja hospitalaria.
Esa fue la primera negra época de Pablo. Sin embargo, estaba escrito que de aquello tenía que salir, y así se cumplió, para bien y esperanza de todos, el dicho que dice que “Dios aprieta, pero no ahoga”. Y la familia salió adelante, y Pablo, con una cicatriz en el estómago con la forma de una hoz y doce puntos de sutura en la cabeza, volvió a doblar la esperanza sobre la tierra y el tajo, y con las manos y la mente puestas en alimentar y vestir a su mujer y sus hijas siguió sin pensar en otra cosa que no fueran las mujeres de su vida.
![](https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhZTUwL4trWnzvg9itRqmMk95T3gRiGXyR2kQZWEsHQ1NaZgrtxWIgK8nGp7FsPfM6YbErMTSkfubVeq_gUfkLTW-GyfML-U2cjavnfC7TikOn3ZKf3cbV688XY9epPjQ52-zGm1jYmUNw/s400/250px-Puertollano_paseo_fuente_agria%255B1%255D.jpg)
Sólo algún día de fiesta se podía permitir el lujo de pasear con su mujer del brazo por la calle Torrecilla abajo hasta desembocar en el paseo de la Fuente Agria, y allí, si el tiempo acompañaba, se tomaban unas berenjenas de Almagro que en un puesto callejero compuesto de un simple tonel de madera servía su dueña. Luego Pablo consultaba en el tablón del escaparate de algún bar los resultados de la quiniela por si la suerte hubiera tenido a bien premiarle, que no era nunca; entonces con cara de resignación rompía el boleto poniendo la esperanza en el siguiente y, chino chano, sintiendo en su brazo la mano constante de su mujer, desandaba el camino hasta la casa para descansar y reponer fuerzas con vistas a la jornada laboral del día siguiente.
Y así una semana y otra, un mes y otro mes, un año y otro año. Hasta que llegó el momento de mirar por el futuro de sus hijas y comprender que allí, en una ciudad de provincias, no lo iban a encontrar, y servir no quería que sus hijas lo hicieran. De modo que, siguiendo el ejemplo de un hermano suyo que llevaba viviendo en Barcelona un año ya, Pablo se puso el mundo por montera y hacia la próspera capital de Cataluña partió en tren con una de sus hijas, la que hoy es mi mujer y que entonces era una mocita de catorce años.
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Contar lo que vivió y peleó Pablo desde entonces es hablar de andamios y destajos, de pasarse noches enteras con la paleta en la mano y salpicaduras de cemento en la cara para terminar a tiempo un mercado de abastos, una gasolinera o un edificio de despachos en el Ensanche de Barcelona que exigían la máxima urgencia.
Cuando recuerdo de Pablo toda esa lucha sin cuartel y lo veo ahora reducido a un cuerpo indefenso con mente infantil, el alma se me cae al suelo y me niego a recogerla porque comprendo que el dolor es un animal cruel y pegajoso que una vez que ha escogido el cuerpo de su víctima no se despega de él si no es para verlo morir lentamente con la tristeza alojada en la mirada y el desánimo más atroz engarrotando sus manos.
Y lo bueno es que hasta hace cinco años este hombre, convertido hoy en un niño, era todavía el luchador de siempre, el hombre que sabía posponer su propio bienestar al de su familia, de su gente, el hombre que trabajaba sin cesar para que nos les faltara de nada, incluido el piso nuevo y moderno que compró en la parte más alta de Maragall, cerca de la encantadora Plaza de Ibiza, corazón de la vida comercial de nuestro querido barrio de Horta.
Este hombre que ahora veo derrotado y con mente de niño, postrado en la mudez y en la imposibilidad de comunicarse con el mundo que le rodea me ayudó un día a terminar mi casa de montaña y se levantó una entera él solo en El Vendrell, donde instaló su refugio al llegarle el bien merecido descanso de la jubilación. Aró la tierra de la huerta, la abonó, sembró y plantó hortalizas y árboles frutales y, viéndolos crecer y ayudándolos a madurar, empezó a soñar un futuro sosegado y tranquilo.
Pero no, no, señor. Cuando todo parecía estar de su parte, Dios y la salud le abandonaron. Y hace ahora cinco años, en la mesa familiar de la Nochebuena, rodeado de su numerosa familia, detuvo de repente su habla y su sonrisa, se llevó la mano a la sien izquierda, y ahí se paró todo para él.
Quien lo conoció un día no se cree que este niño con cuerpo de hombre, de mirada apagada, de leves sonidos guturales y lento arrastrar de pies, sea Pablo, el valiente emprendedor y padre de ocho hijas a las que trajo un día de La Mancha a vivir más y mejor en Barcelona, el mismo Pablo al que hoy un rosario de dolor lo condena a una silla pegada a la ventana para mirar, sin ver, a la gente que pasa por la calle, arrastrar una vejez de infancia irreversible y avanzar sin quejas hacia la muerte como si fuera un árbol talado.
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