(1475-1480) Óleo sobre tabla, 48 x
Yo no puedo añadir nada nuevo sobre este mágico y curioso
pintor holandés al que se ha llamado entre otras cosas El maestro del Juicio
Universal. Por eso me voy a limitar a describir el cuadro que más me hace sentir de Jerónimo Bosco, sin entrar en
polémicas con otros observadores que saben sin duda más de él que yo y que repiten una
y otra vez que estaba obsesionado con el infierno, la salvación del alma o las
herejías y pecados capitales. Yo me conformo con hablar del realismo y el apego
a la vida que respiran sus cuadros. Yo no veo las fantasías ni las pesadillas
de tantos otros, ni mucho menos la magia negra que dicen que hay detrás de sus cuadros. Vida. Eso es lo que veo en sus
pinturas. Vida a raudales. Todos esos seres horribles que pululan por la obra del Bosco,
reptiles antropomorfos, artefactos obscenos, gnomos, insectos abominables,
utensilios y herramientas con forma de miembros… son metáforas de que se vale
el pintor para mostrarnos los miedos, los remordimientos y los viejos fantasmas
de la vida de sus contemporáneos.
Ya he dicho que estudios y opiniones sobre el Bosco abundan
desde el Renacimiento hasta nuestros días. A un monarca tan serio y religioso
como nuestro Felipe II le gustaban sobremanera obras como Los siete pecados capitales, que hasta había mandado colgar en su
propia alcoba, El tríptico del heno o
El jardín de las delicias. F. de
Guevara, en una carta al Rey, le asegura que el Bosco nunca pintó “cosa fuera
del natural en su vida, si no fuere en materia de infierno o purgatorio; sus
invenciones estribaron en buscar cosas rarísimas, pero naturales.” Y el padre
Sigüenza en 1605 nos aclara todavía mejor el secreto de la pintura del Bosco:
“La diferencia entre los trabajos de este hombre y los de los demás está,en mi
opinión, en que los demás tratan de pintar a los hombres tal como aparecen por
fuera, en tanto que él tiene el valor de pintarlos cuales son dentro, en el
interior.” Dicho esto, prefiero dejar fuera los apuntes ajenos para indicar lo que
a mí me interesa destacar de este pintor que, entre otras cosas, siguió los
pasos de su padre en la profesión. Y es que
vivió mejor que él y que, relacionado con la secta de los Homines
Intelligentiae, se mostraba convencido de que toda la humanidad está destinada
a la salvación, que no existe el infierno y que el bien y el mal dependen de la
voluntad divina.
Y sobre todo describir, como he dicho más arriba, el cuadro
de mi preferencia, que no es otro que La
cura de la demencia, que, dicho sea paso, también era del agrado de Felipe
II. Se trata de un círculo que contiene la escena que da nombre a la obra,
enmarcada por arriba y por abajo con sendos textos en caracteres góticos que
traducidos al español dicen, el superior: “Maestro, saca las piedras (de la
locura)”, y el inferior: “Mi nombre es Zarcero castrado, es decir, simplón.”
Vamos a la escena en la que aparecen cuatro figuras humanas situadas en medio
del campo con un paisaje de tonos verdes pálidos y una población al fondo.
Sobre una silla se halla sentado el paciente, un hombre de cabello cano y
metido en carnes que con gesto dolorido mira al espectador, mientras el
cirujano, de pie y a sus espaldas, le extrae del cráneo con un escalpelo la
flor de la locura, un tulipán lacustre que simboliza el dinero (de este modo le
extraen al simple, en vez de la enfermedad, es el dinero, dinero representado
asimismo por la bolsa que pende del lado derecho de la silla y está atravesada
por un puñal). El médico lleva puesto en la cabeza un embudo (el embudo simboliza
a su vez la sabiduría que, en este caso a modo de burla, le sirve de sombrero).
Con lo cual, la broma hecha al enfermo se duplica en el cirujano. Broma que
parece estar presente en todo el cuadro, ya que la monja, tercer personaje
situado a la derecha de la escena, se apoya en una mesa en actitud pensativa
aguantando con la cabeza un tratado de medicina. Finalmente, la cuarta figura
humana, situada en el centro de la escena y vestida totalmente de negro,
permanece de pie no sólo siguiendo atentamente la operación del cirujano, sino
animando la acción con un gesto de la mano mientras la otra sostiene un
recipiente plateado, como esperando recoger en él la flor de la locura.
Lo interesante de la pintura es la aparente seriedad de la
operación quirúrgica y de las cuatro personas de la escena, cuando en realidad
es la burla, el engaño de que es objeto el paciente bobalicón creyendo que le
va a ser extraída del cerebrola piedra de la locura. El tulipán que le extrae
el médico, la bolsa de dinero atravesada por un puñal, el recipiente, el
embudo, el libro y otros detalles conforman toda una alegoría de la estulticia
de la época y de su explotación por quienes constituyen los estamentos
superiores, representados por el estado y la iglesia. A ellos habría que añadir
la horca y la rueda de tortura, semiocultas en los términos más lejanos del
cuadro, símbolos del castigo al que eran sometidos los charlatanes de 1500
considerados como brujos y herejes por las supersticiones populares.
Cerdanyola, 5 de agosto de 2004
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