jueves, 3 de marzo de 2016

MIS CUADROS FAVORITOS. EL HOGAR DE NAZARET, ZURBARÁN

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 1630. Óleo sobre tela 165 x 230 cm.
  Cleveland, Museo de Arte





A mí Zurbarán me inquieta. Decía de él Dalí que cada día nos parecerá más moderno y  con el tiempo representará la figura del genio español. No sé si será cierto. Lo que sí creo es que supo como nadie acercar lo divino a lo humano, y eso se ve no sólo en la mayoría de sus cuadros, sino también en la forma de vida que llevó: por un lado, tan pegada a la propia vitalidad (se casó tres veces y tuvo diez hijos), y, por otro, relacionada a menudo con el retiro y el silencio espirituales (pasó gran parte de su existencia recluido en monasterios pintando temas religiosos y compartiendo con los monjes sus fatigas cotidianas de trabajo y oración.
En su pintura se nota claramente la influencia del claroscuro de Caravaggio.
Quizá por ello muchos de sus cuadros me apasionan, ya sean sus motivos religiosos, profanos o sencillos bodegones (lo de "sencillos" es un decir porque ya sólo el titulado Plato de cidras, cesto de naranjas y taza con rosa es un prodigio de técnica y composición, en el que las frutas y los objetos respiran una especial metafísica retomada de Sánchez Cotán, metafísica lograda por ese misterio de la oscuridad reinante y envolvente del cuadro que hace emerger las frutas con una luz entre intensa y fría).
Pero sin duda el cuadro que me hace sentir más es El hogar de Nazaret, pues contiene a mi juicio todo lo que un apasionado de la pintura puede pedir: figuras humanas, objetos, flores, animales y hasta un trozo de cielo pálido con nubes que navegan a la deriva. Procedamos con orden. El hogar de Nazaret representa una escena cotidiana en un interior modesto habitado por dos figuras familiares: Jesús y su Madre en la casa de Nazaret. Jesús, muy joven, se halla sentado a la izquierda sobre un banco de madera; fija su mirada en las manos, que se han lastimado con la corona de espinas que descansa sobre sus rodillas y que está construyendo para sí mismo; sus cabellos dorados casan con la luz amarilla que nace en el ángulo superior de ese lado, en cuya haz nadan algunos angelitos.
La Madre, situada a la derecha del cuadro, ha dejado su labor de costura para observar pensativa a su amado Hijo, a quien (Ella lo sabe muy bien) le aguarda una terrible muerte: el rojo de su vestido aparece en evidente contraste con el morado suave de la túnica de Jesús.
Entre ambas figuras se alza una mesa  con el tablero ocupado, de izquierda a derecha, por un libro abierto, dos peras y dos libros cerrados. Lo demás es oscuridad, una sombra triangular que deja ver por el vano de la ventana, situada sobre la cabeza de María, un cielo emborrascado (¿sus afligidos pensamientos?).
En cuanto al resto de los objetos, flores y animales que complementan el cuadro, también tienen su significado: el recipiente de barro con agua y los palos de espino que hay a los pies de Jesús están ahí por algo, y la cesta del bordado a los pies de su Madre también; y lo mismo el florero con rosas y otras flores, que pese a seguir con vida han sido cortadas y sacrificadas en plena lozanía; y las dos palomas, que finalmente pueblan con su inmaculada blancura el ángulo inferior derecho, significan el amor y la fidelidad.
Concluyendo, por encima (o por debajo, como se prefiera) de esta escena que nos transporta al pasaje más patético del Nuevo Testamento se halla la escena cotidiana de dos personas de aldea, modestamente ataviados, un hijo y una madre, ambos sorprendidos en una anécdota tierna y entrañable: el joven se ha pinchado un dedo mientras construía una corona de espinas, y su madre lo observa dolorida ante la lesión que acaba de sufrir su hijo. No hace falta comentar más. La pintura de Zurbarán habla por sí misma.
                                                               Cerdanyola del Vallés, 3 de agosto de 2004

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