Dejando aparte la relación entre marido y mujer en el ámbito del matrimonio, que abarcaría otro trabajo tan interesante o más que el presente, nos centramos aquí en las interrelaciones habidas entre los diversos miembros que componen la familia y la vida de la familia en sí misma con todos sus avatares y aventuras.
La familia como personaje colectivo, que incluso en ocasiones da título a la obra literaria, se pone de moda en España a partir del siglo XVIII abarcando todos los géneros, desde el teatro en versión de comedia, como vemos en La familia indigente (1816), comedia en un acto de Luciano Francisco Comella, o en La familia Mínguez (1956), de Edgar Neville, a la novela, en ejemplos como La familia de Alvareda (1856), de Fernán Caballero, La familia de León Roch (1878), de Benito Pérez Galdós, o La familia de Pascual Duarte (1942), de Camilo José Cela.
Veamos al menos un par de ejemplos (sirvan los dos últimos de la enumeración anterior).
En La familia de León Roch es la intolerancia religiosa de María Egipciaca Tellería, influida por su hermano, seminarista de la Compañía de Jesús y fallecido recientemente, la que acaba con la paz y la alegría del hogar, dando lugar a la separación de su marido León Roch. He aquí las palabras que le dirige éste:
“Cuando nos casamos, tú creías a tu modo, yo al mío; tú tenías tus ideas, yo las mías… Es tan grande mi respeto a la conciencia ajena, que no traté de arrancarte tu fe; te di libertad completa; jamás me opuse a tus devociones, ni aun cuando empezaron a ser exageradas y a enturbiar la alegría de mi casa. Llegó un día en que te volviste loca, y lo digo así porque no hallo mejor palabra para expresar la espantosa recrudescencia de la mojigatería desde que murió en tus brazos, hace siete meses, aquí, en mi jardín, tu desdichado hermano, y entonces ya no fuiste mujer: fuiste un basilisco de displicencia y acritud; fuiste una inquisición en forma de mujer; no sólo me martirizabas perdiendo toda amabilidad haciéndote insoportable con tus pretensiones de santidad, sino que me perseguiste con la necia exigencia de hacer de mí un menguado beatón, un ente irrisorio. Yo procuraba apartarte de tu desvarío por medio de la persuasión; a veces hasta llegué a someterme un poco a tu ardiente capricho; pero tú pedías tanto que era imposible, imposible descender hasta esa santidad de sainete en que caíste. Llegó el momento de proceder con energía: hice esfuerzos sobrehumanos para librarte de tu propio fanatismo, y ya sabes que me fue imposible. He luchado tenazmente contigo; he empleado todos los medios, argumentos de razón, de sentimiento, hasta de fuerza: todo ha sido inútil, tu espíritu está deplorablemente sometido a una atracción poderosa, irresistible, y vive sujeto a influencias oscuras que yo no puedo vencer. Hay en la sociedad redes subterráneas, alianzas invisibles, lazos que atacan y tijeras que rompen lazos sin que nadie lo vea. No se puede nada contra esto. me declaro vencido, María. Mi única palabra no puede ser sino un adiós sincero, un adiós que te doy recordando que me has querido, que hemos sido felices algún tiempo. este adiós es triste, muy triste; no hay esperanza.”
En La familia de Pascual Duarte (1942) su protagonista, un campesino tarado y condenado a muerte por haber matado a su madre, relata su vida desgraciada, tanto en el seno de la sociedad que lo envuelve como en su propia familia, antes de ser ejecutado en el garrote vil. A continuación, asistimos a momentos antes de llevar a cabo el horrendo asesinato de su madre. El mismo Pascual Duarte lo explica así:
“Había llegado la ocasión, la ocasión que tanto tiempo había estado esperando. había que hacer de tripas corazón, acabar pronto, lo más pronto posible. La noche es corta y en la noche tenía que haber pasado ya todo y tenía que sorprenderme la amanecida a muchas leguas del pueblo.
Estuve escuchando un largo rato. No se oía nada. Fui al cuarto de mi mujer; estaba dormida y la dejé que siguiera durmiendo. Mi madre dormía también a buen seguro. Volví a la cocina; me descalcé; el suelo estaba frío y las piedras del suelo se me clavaban en la planta del pie. Desenvainé el cuchillo, que brillaba a la llama como un sol.
Allí estaba, echada bajo las sábanas, con su cara muy pegada a la almohada. No tenía más que echarme sobre el cuerpo y acuchillarlo. No se movería, no daría ni un solo grito, no le daría tiempo… Estaba ya al alcance del brazo, profundamente dormida, ajena --¡Dios, qué ajenos están siempre los asesinados a su suerte!—a todo lo que le iba a pasar. Quería decidirme, pero no lo acababa de conseguir; vez hubo ya de tener el brazo levantado, para volver a dejarlo caer otra vez todo a lo largo del cuerpo.
Pensé cerrar los ojos y herir. No podía ser; herir a ciegas es como no herir, es exponerse a herir en el vacío… Había que herir con los ojos bien abiertos, con los cinco sentidos puestos en el golpe. Había que conservar la serenidad, que recobrar la serenidad que parecía ya como si estuviera empezando a perder ante la vista del cuerpo de mi madre… El tiempo pasaba y yo seguía allí, parado, inmóvil como una estatua, sin decidirme a acabar. No me atrevía; después de todo era mi madre, la mujer que me había parido, y a quien sólo por eso había que perdonar… No; no podía perdonarla porque me hubiera parido. Con echarme al mundo no me hizo ningún favor, absolutamente ninguno…”
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