Ayer nos dejó el dramaturgo español Francisco Nieva, que también fue narrador, ensayista y
dibujante. Había nacido en Valdepeñas, Ciudad Real, el 29 de diciembre de 1924. Muy pronto
marchó a Madrid para estudiar Pintura, y, compaginando esta actividad con la de
comediógrafo, se abrió paso en la vida artístico-literaria del Postismo junto a
escritores como Carlos Edmundo de Ory, Eduardo Chicharro o Ángel Crespo. Viajó
por toda Europa y, una vez afincado en Madrid, se entregó de lleno a su trabajo de ensayista,
narrador, escenógrafo y autor dramático. Como ensayista, se le deben libros
como El reino de nadie (colección de artículos periodísticos). Escribió también
novelas (Granada de las mil noches,
La llama vestida de negro) y relatos (Carne de murciélago, Argumentario
clásico). En cuanto a labor de escenógrafo, la empezó junto a José Luis Alonso (El
rey se muere, de Ionesco) y siguió con Marsillach (Pigmalión
de George Bernard Shaw y Después de la caída de Arthur Miller); después
trabajó solo en las escenografías de obras como La dama duende de Pedro
Calderón de la Barca, El zapato de raso de Paul Claudel o El burlador
de Sevilla de Tirso de Molina. Pero lo que le dio verdadera fama en el
mundo de la literatura fue la creación de sus propias piezas dramáticas, que se
cuentan por docenas y de las que destacamos las siguientes: La carroza de
plomo candente (1972), que se estrenó en 1976, Nosferatu (1975), que
se estrenó en 1993, Corazón de arpía (1987), estrenada en 1989,
Los españoles bajo tierra, escrita en 1988 y estrenada en 1992, o Manuscrito
encontrado en Zaragoza (1991), estrenada en 2003.
Fue académico de
la Lengua y recibió numerosos premios a lo largo de su extensa carrera
literaria, como el Álvarez Quintero de teatro de la Real Academia Española, el
Nacional de Teatro en dos ocasiones, el de la Crítica o el Premio Príncipe de
Asturias de las Letras en 1992.
Como muestra de su buen quehacer teatral, incluimos aquí un fragmento de su obra Nosferatu:
“El agonizante. Mi hora ha llegado, pobre de mí. De
esta forma me veo por andar tras el amor. Maldita vida de pelo y de sombra,
maldita brecha de la tuberculosis y el crimen. Pero ya es tarde. Aquí se
detiene la muerte con su carro y me hace señas de que todo ha terminado.
Despatárrate, ojerosa, y trágame entero en el lago de orines. Te lo digo y lo
repito: eres una tía abominable.
La aurora. Te equivocas, moribundo. No soy la
muerte, sino la Aurora. No me insultes y escúchame. Estás en trance de ver lo
nunca visto en los últimos minutos de cine rayado y parpadeante. Yo te pienso
socorrer. Mucho me extraña que me desconozcas. Cuántas veces nos hemos cruzado
en el camino, yo de ida y tú de vuelta, de tus infames correrías, con el sexo
desangelado y en las antípodas del entusiasmo. Eres un ruin, que sólo vive de
aspirinas y de mala poesía modernista, un desperdicio de estos tiempos. Nunca
has tenido para mí un saludo cortés, como el de algunos condes que salen del baile.
A pesar de que no me faltan atractivos. Mírame, criatura, de una vez con buenos
ojos y observa este fresco descote, este rocibrillo de mi pelo y estos brazos
de escarcha...
(Se descubre muy aputañada de actitud.)
El agonizante. ¡Pst! No estás mal, pero te caes de
inoportuna. Me estoy muriendo. De nada sirve que vengas con reproches en
momento tan grave. No vengas ahora a turbarme con exhibiciones tan fuera de
lugar.
La aurora. ¿Qué estás diciendo? Dame las gracias
por tu suerte. Vengo dispuesta a salvarte. Eres de los que a mí me gustan. Nada
menos que periodista, morenito y febril; un elegido sinvergüenza, espuma de las
madrugadas. La Muerte se ha entretenido en preparar un ataque masivo para
confundir a Europa. Desde aquí la veo dando órdenes contradictorias, levantando
estandartes de duelo y animando con una corneta emponzoñada sus tropas al
asalto. ¡Menuda es la que se avecina! No te demores, amor mío, arranca de tu
pecho ese puñal y álzate hasta mi carro. Anda, que te voy a servir un café que
te va a dar una mañana de recién casado.
El agonizante. (Haciendo un esfuerzo.) Imposible, no puedo.
La aurora. Yo te lo mando. Arranca con tiento ese
puñal y agarra la escala que desde aquí te arrojo. ¡Animo, chico! Tengo una
carne, entre rosa y ceniza, que te va a devolver la vida.
El agonizante. ¡Oh, qué luz de esperanza! No sé si
sueño o la espicho. ¡Ayudadme, fuerzas! ¡Espérame, Aurora!
La aurora. (Viéndole ascender por la escala.)
¡Cuidado! Mira bien dónde pones el pie.
El agonizante. (Con grandes esfuerzos, se alza
hasta el carro y entra en él.) ¡Qué delicia! ¡Vaya un vehículo de marca!
Parece el rincón de un casino. Estas cosas que me ocurren no parecen
verosímiles. Aquí debe haber algún simbolismo oculto.
La aurora. Pronto lo descubrirás, papanatas.
Arrímate y ve apartando velos. Mientras yo palpo el hueso de tus brazos,
insúltame y llámame puta mañanera.
El agonizante. Ya he dado con otra viciosa, no tengo
escapatoria.”