El
pasado mes de enero traté de cuatro centenarios literarios españoles, tres
referidos a nacimientos: Blas de Otero, Camilo José Cela, Antonio Buero Vallejo
(1916), y un centenario de muerte: el cuarto del óbito de Miguel de Cervantes
(1616). Ahora, en febrero, lo haré de otros dos centenarios de muerte: el
primero de un escritor de habla hispana, Rubén Darío (1916), y el otro, el
cuarto centenario del escritor inglés más importante de todos los tiempos,
William Shakespeare (1616), que coincide en tantas cosas con nuestro Cervantes.
Del
poeta nicaragüense Rubén Darío (Metapa, 1867), cuyo verdadero nombre fue Félix
Rubén García Sarmiento, sabemos que era de espíritu cosmopolita y viajero
impenitente: en El Salvador entró en contacto con los escritores franceses
contemporáneos; en Chile colaboró en varias revistas literarias y publicó
libros como Abrojos o Azul; en Buenos
Aires fue corresponsal de La Nación y como tal
viajó a París donde conoció a Verlaine; algunos años después (1898) La Nación
lo envió a España, donde la generación de Unamuno, Azorín, Valle-Inclán… lo
recibió con verdadero entusiasmo y dio a conocer algún libro más como España
contemporánea (1901); ese mismo año fijó su residencia en París, si bien siguió
viajando por Bélgica, Inglaterra, Italia… Algunos años más tarde fue nombrado
ministro de su país, pero pronto viaja de nuevo por América como mensajero de
paz al estallar la primera guerra mundial, hasta que estando en Nueva York, ya
con la salud debilitada a causa de la vida disoluta que llevaba, contrajo una
fuerte pulmonía que le obligó a regresar a Nicaragua, donde finalmente murió en León. Su inicio poético
nace inspirado en Bécquer, Zorrilla y Víctor Hugo, entre otros, pero enseguida,
a partir de Azul, obra mezcla de
cuentos y poemas que marca el comienzo del Modernismo, hay un giro nuevo en su
forma de concebir la poesía en la forma (libera el verso de sus postulados
tradicionales, centrándose fundamentalmente en el ritmo) y en el fondo (temas exóticos, cisnes,
princesas, ninfas…). Como puede advertirse en obras totalmente escritas en
verso como Prosas profanas, Poema de otoño y otros poemas o Cantos de vida y esperanza … He aquí
una muestra de esta última:
“Yo soy aquel que ayer no más decía
el verso azul y la canción profana,
en cuya noche un ruiseñor había
que era alondra de luz por la mañana.
El dueño fui de mi jardín de sueño,
lleno de rosas y de cisnes vagos:
el dueño de las tórtolas, el dueño
de góndolas y liras en los lagos;
y muy siglo dieciocho y muy antiguo
y muy moderno; audaz, cosmopolita;
con Hugo fuerte y con Verlaine
ambiguo,
y una sed de ilusiones infinita.
Yo supe de dolor desde mi infancia;
mi juventud…, ¿fue juventud la mía?,
sus rosas aún me dejan la fragancia,
una fragancia de melancolía…
Potro sin freno se lanzó mi instinto,
mi juventud montó potro sin freno;
iba embriagada y con puñal al cinto;
si no cayó, fue porque Dios es
bueno…”
Y
respecto a Shakespeare, ¿qué podemos añadir nosotros que ya no se haya dicho?
Nacido en Stratford-upon Avon (1564) es, como hemos dicho, el más grande de los
escritores que escribieron en lengua inglesa y sin duda una de las cimas de la
dramaturgia universal de todos los tiempos. Y como no nos vamos a detener en el
reiterado misterio que se cierne sobre su infancia y primera juventud, nos
quedaremos con sus datos biográficos más consensuados, que son, entre otros, el
de que recibió buena formación humanística; se casó muy joven con Ana Hathaway
y tuvo tres hijos; perseguido por robo, huyó a Londres, donde trabajó en todas
las ramas del teatro: apuntador, actor, autor y empresario; fue, además de
dramaturgo, con obras de la talla de La Tempestad ,
El sueño de una noche de verano, Romeo y Julieta, Otelo, Hamlet, Macbeth, El rey Lear, El mercader de
Venecia, Julio César y un largo
etcétera, un excelente poeta, destacando como sonetista. He aquí una muestra de
esta última actividad, un tanto olvidada ante la fama que han adquirido sus
comedias, dramas y tragedias:
“Llora sólo por mí cuando haya
muerto;
mientras oigas los cánticos lejanos
que anuncien con su lúgubre concierto
que cambio el mundo infiel por los
gusanos.
Cuando estas líneas leas, no
recuerdes
qué mano las trazó, pues te amo tanto
que prefiero que de ello no te
acuerdes
pensando que he de hacerte verter
llanto.
Por tanto, si las quieres releer
cuando esté con la tierra confundido,
no pienses en su autor: deja caer
con mi vida tu amor en el olvido.
No sea que de ti el mundo se ría,
cuando en él yo no esté, por culpa
mía.”
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